Zafiro

1151 Words
Frío. El frío envolvía su cuerpo haciendo que sus extremidades doliesen. El viento soplaba fuerte contra su rostro, pero al menos hacía rato que había dejado de sentirlo como si fuesen cuchillas que cortaban sus mejillas, ahora lo tenía ya tan entumecido, que prácticamente había perdido la sensibilidad en él. -¡Aldara, apresúrate!-Bramó, el enorme hombre que iba dos metros delante de ella -Tenemos que llegar antes de que empiece a nevar otra vez. Llevaban alrededor de dos horas caminando, los arboles del bosque habían empezado a desaparecer conforme más avanzaban, dejando un paisaje totalmente blanco y su grueso abrigo de piel ya no era suficiente para protegerla del despiadado clima. Aldara intentó apresurar el paso, pero sus pequeñas piernas se enterraban en la nieve que había caído la noche anterior. Su padre le había enseñado como detectar algún hueco que el hielo cubriese superficialmente, si no se sentía demasiado firme entonces buscaba otro sitio para dar el siguiente paso. Este proceso hacía que se retrasara más, haciendo más grande la distancia que los separaba. Finalmente su padre notó que la pequeña estaba a punto de caerse por el agotamiento, así que se detuvo junto a ella y cargo su pequeño cuerpo de siete años; se la echó sobre su hombro como un saco de patatas que no pesara nada y la cubrió con otro abrigo. Un poco de calidez proveniente del enorme cuerpo se filtro en el de ella, lo que hizo que soltara un pequeño suspiro.  Llegaron a la cueva, justo a tiempo para ver los primeros copos de nieve descender del cielo. Wilmot acostó a su hija sobre un montón de pieles y la cubrió bien. En algún punto Aldara se había quedado dormida, pero él estaba demasiado entusiasmado como para sentirse culpable por exponer a la pequeña a tales condiciones climáticas. Era el invierno más largo y crudo que el Reino de Sarkkon había visto en años, las cosechas se habían quemado y mucho del ganado había muerto, por lo que se había ocasionado una crisis monumental. Los campesinos apenas y tenían para sobrevivir y muchos ni siquiera podían decir eso, por lo que acosaban a sus señores para que estos les proveyeran el alimento. Las protestas habían ido avanzando hasta ser más agresivas y violentas, ya se contaban varios muertos y la corona había tenido que tomar medidas encarcelando o ejecutando a los líderes de estas revueltas. Pero todo lo que Wilmot podía pensar en este momento, dentro de esta cueva y sosteniendo su bolsa de cuero con su precioso tesoro dentro era, el clima perfecto. Lo había encontrado hace ya cuatro años, su primera esposa acababa de fallecer debido a una gripe que se había complicado, Aldara tenía tres años y  estaba tan deprimida que él lo había resuelto llevándola de excursión para empezar a enseñarle a cazar, presas pequeñas, justo como ella. Llevaba años pasando por el mismo sendero, cada mañana de camino a la imponente guarida de los Jinetes, donde trabajaba como guardia y cada noche de regreso a casa, y jamás lo había visto. Semi-oculto entre un arbusto, resplandecía como si fuese una enorme joya preciosa. Un zafiro bajo la luz del sol. Wilmot se había quedado congelado al verlo. ­-Dios mío...- Susurró con reverencia conocedor de lo que se trataba. No creía que hubiese un solo hombre, mujer o niño en todo el reino que no reconociese lo que era con tan solo verlo. Corrió hacia el huevo y trato de tomarlo entre sus manos, pero no tuvo éxito. El enorme huevo estaba petrificado sobre una roca. Volvió a intentarlo, aplicando toda su fuerza -que era bastante, ya que era un hombre de más de dos metros de altura y era más ancho que cualquier árbol a su alrededor- pero fue en vano, el huevo solidificado no cedió ni un centímetro. Confundido y frustrado se echó hacia atrás. Wilmot sabía perfectamente que no se trataba de un huevo o una roca cualquiera. Su familia había servido por generaciones al Clan de Los Jinetes, el grupo de hombres más poderosos que el mismísimo Rey. Los Jinetes habían dominado estas tierras por siglos, vigilando y velando por la seguridad de todo aquel que habitase el Reino. Eran los más poderosos guerreros, invencibles y los únicos con el poder de controlar a las más temibles e imponentes bestias que venían desde el mismísimo averno. Los Dragones. Actualmente solo existían tres jinetes, Wilmot solo los había visto desde lejos. Él era un soldado más, de los cientos que se encargaban de vigilar la guarida. Pero su abuelo, quien había formado parte del grupo de búsqueda le había contado cosas. Los huevos solo se revelaban a sus elegidos, aquellos hombres que desde el nacimiento ya estaban destinados a la grandeza. Pero no de riquezas, sino de grandes proezas. Proezas que trascenderían por generaciones, contadas de padres a hijos. Un huevo podía permanecer oculto por siglos, incluso más tiempo si su jinete no se presentaba a él. Y ahora... Wilmot miró al huevo con decisión. Esta era su oportunidad, una que incluso el Rey daría toda su fortuna por tenerla. No la iba a dejar pasar. Froto sus manos por un momento para prepararse y empleando toda su fuerza jaló. Nada paso. Gotas de sudor resbalaron por su frente y las venas de su grueso cuello saltaron. Su nuca comenzó a doler y puntos negros aparecieron en su visión, un hilillo de sangre bajo desde su nariz hasta perderse en su espesa y rojiza barba. Sus manos se resbalaron del inmóvil huevo cuando su enorme cuerpo se desvaneció. - ¿Padre? - El hombre abrió los ojos al oír la tierna voz de su hija de tres años, le tomo unos segundos recordar donde estaba y el porqué. El sol ya había bajado, y el rostro de la niña estaba inundado en lágrimas, lo que lo hizo saber que llevaba ya un buen rato inconsciente en medio del bosque. Atrajo a Aldara hacia su pecho para que dejara de llorar, el cuerpo de la niña se perdía entre sus musculosos brazos haciéndolo sentir aún más grande ¿Pero de que le servía su tamaño si era inútil en el momento más importante de su vida? Furioso miró al huevo, pero al ver que este volvía a emitir su brillo cegador su rabia se esfumo. Dejo a Aldara nuevamente en el suelo y se acercó, pero como si fuera magia, el huevo inmediatamente se opacó. Esto no tenía sentido. Él era el único hombre en tres kilómetros, y aunque fuera extraño que después de tantos años pasando por ese mismo sendero, el huevo decidiera revelársele hoy, lo había hecho. Este era su momento de brillar. Debía de serlo. - ¿A casa? - Preguntó Aldara en voz baja, toco su estómago y lo miro con suplica- Hambre. Wilmot miró turbado a su hija. A menos que...
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