Prefacio

1251 Words
Prefacio —Perfecto. El subte se ha detenido. Iakobus desciende y se dirige a la escalera. Sube despacio, es como si la escalera en sí rechazara su presencia. Iakobus lo sabe, no puede esperar otra cosa, tratándose de una estación tan antigua y con memoria.. El viento, en cambio, sopla a su gana por el túnel y le despeina el cabello, le tira de la capucha, que se le enreda con la bufanda, y le empuja hacia abajo. Hacia abajo... El viento no quiere que Iakubus llegue arriba. Le pide con su brisa que vuelva a la parte de abajo. A Iakubus le sorprende ver que toda esa gente que le rodea y que anda en sus propios apuros ignoran al viento que rodea en él. Sabe que pronto el reloj marcará la media noche, y la estación del subterráneo se está vaciando ya. Unas cuántas personas bajan por las escaleras eléctricas, pero en la que va él, de subida, apenas. A parte de él, una señora de al menos cincuenta años con una bolsa verde, descartable, de esos que te venden en el supermercado, y también está un ciego. Eso era todo. Y, además, claro, el viento. Iakubus se mete las manos en los bolsillos y se da vuelta. Desde que ha salido del vagón, hace ya unos dos minutos, ha comenzado a sentir que alguien le mira. No percibe que se trate de algo a lo que debe temer, es más, es la sensación de algo parecido a una aguja punzante como una inyección en la nuca. Abajo de la escalera ve que hay un hombre alto. No es un policía, sino un militar. Más allá, abajo, ve a una adolescente sentada en los bancos de espera. Cerca de ella, un hombre, joven, que viste una chaqueta de jeans, y escucha música en su Ipod, al igual que la adolescente, él también parecía adormilado. En ese escenario, no hay nada que pudiera representar peligro para él, pero Iakubus vuelve a mirar hacia arriba. A la salida del subterráneo, ve que un policía aprieta a un carterista y le saca todo lo que lleva encima. Pero… No hay motivos para tener miedo. Y sin embargo… El viento empuja a Iakubus, hacia abajo por última vez y se calma, como si comprendiera que la lucha es inútil y Iakobus lo acepta. En ese momento, la adolescente adormilada, echa a correr por la escalera eléctrica. Tiene que darse prisa. Iakobus no sabe exactamente por qué lo hace, pero sabe que es necesario. Siente otra punzada, absurda e intimidante, esta vez en la frente, y un escalofrío le recorre la espalda. Será el viento. O quizás no. Iakobus sale a toda prisa por las puertas abiertas de par en par de la estación, y el frío se lanza sobre él con más fuerzas que antes. Sus cabellos, rizados y oscuros se mueven al compás del viento. Se echa la capucha encima. Pasa de largo una fila de taxis que aguardan como todos los días. En esa calle en particular hay mucha más gente de lo normal porque se celebra la fiesta de Todos los Santos, pero la sensación de alarma permanece en él. Vuelve a mirar para atrás, sin detener el paso, pero nadie lo sigue. La mujer de cincuenta que ha visto en la escalera se le adelanta, más adelante, el joven del Ipod se detiene frente a un kiosco de golosinas. Y el ciego, él sigue en su batalla por no perderse en las calles. Mientras tanto, mucho más adelante, la adolescente continúa su camino, acelerando cada vez más el paso. De lejos se escucha una melodía apenas audible, es agradable. Es el suave sonido de un violín, parece que la música lo llama, lo instiga a darse prisa. Iakubus se aparta de la gente que anda apresurada. Pasa cerca de un mendigo que entre el alcohol y la droga apenas y puede mantenerse en pie por mucho tiempo. Pero Iakubus siente que sus instintos se han adormecido. Camina tan apresurado que puede decirse que casi corre. La música lo llama. Aunque se oye muy bajo, es seductora. Iakobus avanza a toda prisa y se detiene un solo instante para llenarse los pulmones de aire frío. En ese momento llega a la parada un bus. Puede subirse, viajar hasta la siguiente parada y bajar a apenas unos pasos de su casa... Decide que lo va tomar, aunque tiene las piernas cansadas, es como si le hubieran dejado de responderle y se negaban a dar un solo paso más. El bus le espera unos instantes con las puertas abiertas, hasta que se cierra con un chirrido asqueroso. Iakobus comienza a alejarse de ese enjambre de personas en la que ha permanecido toda esa tarde. Se queda mirando al bus como atontado, y con los ojos vidriosos, mientras la música, en su cabeza, es cada vez más audible, es como si le sugiriera que vaya caminando, que siga la línea de la avenida brillantemente iluminada, todavía llena de gente. Desde donde está tardaría apenas diez minutos. Desciende del bus. Ahí, la música se oye aún más cerca todavía… Avanza algo más de cien metros, y nota que el edificio que le servía de barrera y protección contra el viento, se queda atrás, la corriente del aire gélido le golpea al rostro, y eso silencia momentáneamente la melodía que lo llama con insistencia. En algún lugar que Iakobus no llega a ver, la adolescente se estremece y se detiene. El hechizo se ha desvanecido, pero en su lugar la sensación de que le miran se apodera de ella y el miedo nace. Mira hacia atrás. Iakobus ve que otro bus llega a la parada. La luz de los faros lo iluminan. El hombre joven de la chaqueta de jeans viene por atrás. Y la adolescente, como antes, tiene la mirada adormecida, pero avanza con paso seguro y una velocidad sorprendente, es como si pudiera ver desde donde está, a Iakobus. Iakobus avanza sin detenerse hasta que ve que la adolescente se hecha a correr. En ese mismo instante, la música que suena dentro de su cabeza se escucha con más intensidad, sobreponiéndose al viento. En la música distingue unas palabras, sabe que si quiere llegaría a entenderlas, pero no quiere, “no debe” hacerlo. Lo mejor es avanzar por esa calle, pasar de largo por esos toldos iluminados por las fiestas de Todos los Santos, avanzar como todos los transeúntes y mirando avanzar a los coches, para distraer su mente de esa música. Pero Iakobus llevado por ese algo, que le insta, entra al edificio antiguo que se alza en la esquina. La música que suena en su cabeza viene de algún punto dentro de allí. Lo sabe. Lo siente. Lo huele. Cuando sube las escaleras la oscuridad de la noche es ya total. Si mira hacia arriba vería con facilidad las sombras de varias personas entremezclándose unas con otras. Iakobus la percibe más como una niebla escurridiza. En realidad, son las sombras de dos jóvenes; de la adolescente y la del joven de la chaqueta de jeans, que, ahora que se da cuenta, ambos llevan ropas de verano como si el invierno que reina desde inicios de mes no les afectara en nada. De repente ya no escucha más la música en su cabeza, ahora, la música suena en todo el piso trece. Es una discoteca privada. Una voz, más nítida ahora lo llama. Iakobus, mi Iakobus, ven hacia mí...
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