Aidan fija la mirada en los platos que acaban de llegar a la mesa, cargados con lo que podría describirse como un festín visual de chocolate. Los pasteles, altos y desbordantes, parecen casi demasiado generosos, cada capa bañada en glaseado brillante que se derrama como riachuelos de lava dulce por los bordes. El chocolate viene en todas las formas posibles: oscuro como la noche, lechoso y suave, y blanco cremoso, con vetas que forman patrones intrincados como si fueran pequeñas obras de arte. Por encima, las chispas de caramelo y los finos hilos de salsa espolvoreada aportan un toque extra de decadencia. En el centro de uno de los platos hay una pequeña flor comestible, hecha también de chocolate, que se alza como si fuera la joya de la corona de aquel espectáculo culinario. Junto a los

