Desde la oscuridad entre los mausoleos —sí, esos mausoleos fríos y horribles donde todo suena como si alguien respirara muy cerca, aunque no haya nadie— yo, Corito, estaba agazapada como un gato callejero que huele algo raro. Me dolían las piernas de estar tan encogida, los músculos me temblaban como gelatina, ¡pero ni loca me movía! ¿Y si me descubrían? ¿Y si se daban cuenta de que yo, la menor de todos, la que supuestamente debería estar en casa haciendo tareas aburridas, estaba metida hasta el cuello en algo que probablemente iba a salir mal? ¡Ay! ¿Por qué tuve que seguir a Sarah, ah? ¡Por qué! Esa fue mi gran idea del día, ¿verdad? Curiosidad de gato, dicen, pero la mía es de tigre. Pensé que iba a ser algo simple, algo fácil, solo ver qué hacía, regresar y contarle a papá. Pero no,

