Las gargantas góticas del portón se abrían como fauces antiguas, y por ellas, con una ligereza que desafiaba mi racionalidad, descendían los chicos. No era una simple bajada; era una coreografía silenciosa, un despliegue de agilidad que los hacía parecer criaturas nacidas del aire y la sombra. Sus cuerpos, jóvenes y elásticos, se plegaban y extendían en el descenso, cada músculo en tensión calculada. Al tocar el suelo, la pose era impecable, instintiva; una genuflexión apenas perceptible que absorbía el impacto con la gracia de felinos que han perfeccionado el arte de aterrizar. No había torpeza, no había titubeos; la gravedad parecía un viejo cómplice que les sonreía, permitiéndoles danzar en su dominio. Era un recordatorio visual de la potencia latente en la juventud, la capacidad intrín

