Aproveché con precisión casi instintiva el hecho de que no hubiera nadie alrededor observándonos. El pasillo, silencioso y bañado por la tibia luz filtrada a través de los ventanales altos, ofrecía el escondite perfecto. Aidan se había marchado hacía apenas unos minutos, dejando el aire impregnado con el eco de sus pasos, y en ese breve margen de soledad, supe que era mi momento. Sin hacer el menor ruido, deslicé los pies con cautela sobre el suelo lleno de pasto verde fresco y me situé justo detrás de ella, tan cerca que podía percibir la fragancia sutil que desprendía su cabello: una mezcla de jazmín, algo cítrico y cálido, como las primeras horas del amanecer. Con movimientos medidos, llevé ambas manos hacia la parte posterior de su cabeza, donde el gran lazo blanco sobresalía con eleg

