Allen se levantó con prisa del suelo, los músculos todavía tensos por la posible embestida de Minerva. A pesar de su porte noble, había algo casi primitivo en su forma de tomar distancia: el instinto de supervivencia que salta cuando sabes que has provocado a la criatura equivocada. Pero Minerva no se movió. Permaneció ahí, estática como una escultura dolida, digna, fiera... y helada. Su silencio dolía más que cualquier palabra. Tratando de redirigir el fuego antes de que lo consumiera por completo, Allen se aclaró la garganta y dijo, sin mirarla directamente: -Debes entrar a tu tumba. Aidan aún está ahí. Él necesita que tú estés bien. La mención del muchacho operó como un conjuro eficaz. El rostro de Minerva se suavizó apenas. Recordó la fragilidad del chico, su mirada aún sujeta al m

