La tarde transcurría con una lentitud exasperante para el ghoul y el vampiro, como si el tiempo se hubiera sumergido en un letargo infinito. Afuera, el cielo parecía suspendido en un perpetuo dorado, iluminado por un sol que comenzaba a descender pero que, para ellos, jamás se hundía del todo. Las sombras que proyectaban los árboles en el suelo se alargaban con una parsimonia hipnótica, tiñendo la casa de matices cambiantes a medida que las horas avanzaban sin prisa.
En la amplia sala de la casa, decorada con una elegancia sobria que hablaba de siglos de historia, el aire se impregnaba con el aroma dulce y amargo del café recién hecho. Aidan y Allen se habían acomodado en los sofás, cerca de la enorme ventana de cristal que daba a un jardín salvaje, donde la naturaleza había reclamado su
