Volvieron a la mansión. La propiedad quedaba en una colina discreta, rodeada de árboles de olivo y un jardín frontal donde florecían hierbas aromáticas. Al llegar, Adrik notó el contraste: de la sangre en el asfalto al olor de tomillo, ajo asado y pan caliente. El mármol blanco de la entrada brillaba con un sol sereno, pero el interior parecía otro mundo: pulcro, amplio, silencioso. No era un silencio de paz, sino de ausencia. Como si el eco esperara a alguien que nunca vuelve. Cuando entraron al comedor, un aroma tenue a hierbas y especias flotaba en el aire. Dentro, la mesa ya estaba servida. Una fuente humeante de moussaká ocupaba el centro, con su capa dorada de bechamel tentadora. A un lado, platos pequeños ofrecían dolmades—hojas de parra rellenas de arroz con limón y eneldo—junto

