Cuando iban de salida de la casa, la joven vio a la señora Maximina acariciar una de las tres urnas que estaban en un pequeño altar en una de las habitaciones de la casa, y le ofreció algo más a esa mujer que parecía estar a punto de arrepentirse de haber elegido irse, porque no parecía poder irse sin ellos. —Mi casa es enorme —declaró la joven, llegando a ella con una niña, que comía entre sus brazos, sin incomodarse, a pesar de que la mujer se movía de aquí a allá—, tiene un par de jardines, una alberca y un pequeño templo, ahí están las cenizas de mi madre y de mi tío; si gusta, puede usarla también. Maximina no sabía cuánto más le podía agradecer a esa joven, pero de verdad necesitaba cada cosa que ella le ofrecía, por eso no podía dejar de aceptar tomar su mano; y era más o menos

