CAPÍTULO 8

918 Palabras
“Muchas gracias por cuidar de mi nieta” decía el mensaje que Marisa leyó, de un número desconocido, pero que sabía bien de quién era, pues, Maximiliano le había advertido que su madre le quería agradecer por las fotos de Mía cuando él le pidió permiso a la joven para compartirle su número de teléfono. “Siempre es un placer para mí” respondió la joven de cabello ondulado, sonriendo al ver cómo la mujer había puesto una de las tantas fotos, enviadas a Maximiliano, como su foto de perfil en esa aplicación de mensajería que facilitaba la comunicación a un nivel casi impresionante, si no estuviera todo el mundo acostumbrado a ella, por supuesto. Maximina estaba de verdad agradecida con esa joven que, aunque en un inicio le pareció, estaba metiéndose donde no la llamaban al acercarse a la niña, al ver a esa chiquilla, que casi siempre veía llorando o dormida, tan tranquila e incluso jugando en las fotos y vídeos que le mandaron, terminó por ser consciente de que ellos no le estaban dando a Mía el ambiente adecuado para vivir. Eso era algo que la mayor no había visto, porque ella no tenía tiempo ni ganas de ver nada más que a su hijo mayor sobreviviendo. Maximina usaba toda su energía para alentar a su hijo mayor a aferrarse a la vida para que, así, él pudiera volver a su lado. Pero, ahora que veía la realidad de su nieta, sentía que debía esforzarse un poco más con la niña también, de otra forma, ella no podría ver a la cara a su amado hijo mayor cuando él despertara y viera cómo había descuidado a la pequeña por darle prioridad a él. Sin embargo, aunque de verdad lo quería, Maximina no tuvo tiempo de mejorar como abuela, la condición de Andrés se volvió inestable de la nada y, uno a uno, todos los sistemas y órganos del joven padre comenzaron a dejar de funcionar hasta que fue declarado con muerte cerebral. —Ya no lo está —respondió el médico cuando Maximina preguntó si, porque aún respiraba, su hijo seguía vivo—. Los pulmones están trabajando por la máquina a la que está conectado, en cuanto se desconecte dejarán de funcionar. —Pero, él se podría recuperar si continúa conectado, ¿verdad? —cuestionó desesperada y el médico negó con la cabeza. —Lo lamento mucho —declaró ese hombre de ciencia—, la muerte cerebral es muerte clínica. Él está muerto ahora. La madre de dos hombres de bien, como había logrado que fueran a base de educación, respeto y amor, sintió que el mundo a sus pies se desmoronaba y que ella comenzaba a caer en las profundidades de un abismo doloroso del cual no lograría salir jamás. Maximina lloró desconsolada. En cuestión de un par de meses ella había perdido a dos miembros de su pequeña familia, quedando con solo dos de ellos, los dos que más necesitaban de ella, probablemente; y ni siquiera saber eso le daba ánimos para intentar salir adelante. La muerte de su esposo había sido dolorosa, pero, a su edad, era natural que uno de los esposos se adelantara; contrario a eso, tener que ver morir a uno de sus hijos era algo que no podría superar, porque no debería de ser así. Los hijos debían enterrar a sus padres, no al revés. Maximiliano se debió olvidar de su trabajo, porque se enfrascó en cuidar de su madre y de su sobrina, y lo estaba haciendo tan mal que incluso no cuidaba de sí mismo, por eso también terminó por enfermar. En un momento, confundido por la fiebre, escuchando tanto el llanto de su madre como el de su sobrina, algo en su interior le susurró que eso sería lo último para todos; pero él no quería rendirse, al menos no inconscientemente y, antes de renunciar a la poca conciencia que le quedaba, le pidió ayuda a alguien a quien no quería molestar más, pero que de verdad estaba necesitando. Marisa, que había recibido un mensaje de voz de un hombre que conocía, donde se escuchaba tan mal que ni siquiera parecía ser él mismo, y con el llanto desgarrador de una mujer y de una niña de fondo, sintió su alma desgarrarse, por eso hizo todo lo posible por averiguar dónde estaba ese hombre y fue a su rescate. Con la ayuda de Tomás, la joven Marisa obtuvo la dirección de Maximiliano Santillana, y condujo por poco más de una hora hasta llegar ahí; pero nadie abrió la puerta a pesar de la insistencia, así que llamó a la policía, y también pidió una ambulancia, porque, adentro, ya solo se escuchaba el llanto de la pequeña. Marisa entró a la casa de un hombre, que conocía poco, acompañada por los policías que abrieron la puerta y los camilleros y enfermeros que los trasladaron a todos, los que en esa casa vivían, al hospital más cercano. En el hospital, al ver en tan mal estado a los dos adultos, de servicios sociales, pensaron que era peligroso que esas personas tuvieran a cargo una niña tan pequeña. Marisa, desesperada por ver que se llevarían a la niña a cuidados infantiles, mintió a los servicios sociales autoproclamándose novia del hombre que, junto a una mujer mayor que no hacía más que llorar, tenía la custodia de Mía. —Es mi sobrina —declaró la mujer cuando ellos le preguntaron por su parentesco con esa pequeña.
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