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Danielle Gunderson, Planeta Everis, periferia de Feris 5
El frío caló mis huesos a través de la dura superficie en la que me encontraba. Las delgadas sábanas plateadas y las negras mantas térmicas evitaban que me muriera de frío. La comida que había conseguido hurtar antes de dejar La Piedra Angular comenzaba a escasear. Pero yo podía sobrevivir con menos. Si tuviera que hacerlo, podría construir trampas y vivir en la naturaleza. Lo había hecho antes. Pero no sabía en cuales condiciones estaría mi compañero. Me había estado bloqueando, negándose a dejarme entrar en sus sueños y ordenándome que me alejara de él.
—Sí, claro—resoplé.
No me atreví a quitarme las botas, simplemente las metí en el fondo de la fina bolsa de dormir. Si me las quitaba, nunca conseguiría volvérmelas a poner por todo lo que había caminado. La hinchazón era tan grave en mi tobillo lastimado que podía sentir mis dedos poniéndose azules. Apoyé los pies sobre una roca grande y suspiré.
—Te encontraré, Gage. Y cuando lo haga, tienes mucho que explicarme.
Sí, estaba hablando conmigo misma, algo que hacía a menudo en el bosque. Pero si mi compañero supiera algo sobre mí, tendría que entender que no era una princesa que se quedaría sentada en seda y perfume en La Piedra Angular mientras cazador tras cazador intentaba cortejarme. Incluso mis amigas, Lexi y Katie, me subestimaron. Sí, era más bien pequeña. Un metro cincuenta y dos sin calzado. No, no pesaba mucho. Pero pequeña no significaba débil o despistada. Mi padre me lo enseñó. Su altura era de solo un metro ochenta, pero había sido un SEAL de la marina. Cuando se retiró, me enseñó a amar el campo como él lo había hecho. Pasamos horas explorando los humedales de Florida y veranos paseando en las salvajes montañas de Montana. Hasta que murió y mis amadas montañas cambiaron para mí.
Pero esa era otra vida. Otro planeta. Una vida que había viajado a lo ancho del universo para dejar atrás. Y maldita sea si permitía que un obstinado cazador everiano me alejara de mi felicidad para siempre. Quizás una pequeña parte de mí sí era una princesa después de todo.
Podía rastrear casi cualquier cosa. Una habilidad que había aprendido de mi padre. Pero desde que llegué a Everis, descubrí que también era una habilidad de los everianos, el rastreo era inherente a los que provienen de este planeta. Tenía la marca en mi mano, al igual que mi padre. Según la guardiana Egara, de regreso en el centro de procesamiento de las Novias Interestelares, la marca era prueba de que descendíamos de alienígenas, everianos, para ser exactos. Llevaba el ADN de cazadora en mi sangre. En mi alma, mejor dicho. Entender por qué nunca me había hecho feliz sentarme dentro de un salón de clase, por qué abandoné la universidad y regresé al campo, había sido un alivio. Mis amigos terrestres no habían entendido el desasosiego en mi interior. Siempre estuvo ahí, impulsándome a irme. A rastrear, a cazar. Algo, cualquier coa.
Venir aquí me había parecido un sueño hecho realidad, como ir a casa.
Hasta que mi compañero decidió no presentarse en La Piedra Angular y reclamarme. Él había encendido mi mano —y mi cuerpo— en fuego, y nunca se presentó. Idiota. Luego descubrí que lo habían capturado, secuestrado o algo así y me dijo que me alejara, que no me pusiera en peligro y buscara a alguien más. Como si quisiera que otro hombre me tocara sabiendo que no era el indicado para mí. Había estado esperando a alguien especial y que el sexo significara más que un polvo rápido en la parte trasera de la camioneta de un buen chico, y mi compañero no me iba a quitar eso.
No. Podía rastrear a un puma a través de un río y sobre una montaña; podía seguir caimanes a través de un pantano; podía encontrar a un obstinado y molesto compañero. Y estaba cerca. Ya no había forma de que pudiera sacarme de su cabeza. Durante dos días había estado caminando en esta dirección y siguiendo algo que no podía explicar, ni siquiera a mí misma. No era visible, tangible. No había migajas que seguir.
Era instintivo. La parte más profunda de mí me exigía que pusiera un pie delante del otro en esta dirección. Me preguntaba si así era como se sentía una paloma mensajera, volando, siempre volando en una dirección sin saber por qué. Y quizás sin nadie que le diera la bienvenida a casa al final del largo y doloroso viaje. Limpié el camino de lágrimas en mi mejilla derecha y me hice un ovillo en el suelo. Mi espalda contra las rocas, protegida del viento y lo suficientemente caliente por la envoltura térmica como para dormir. Al menos tanto como el dolor punzante de mi tobillo roto me permitía. Estaba amaneciendo y había estado caminando toda la noche. Ahora, necesitaba un par de horas para recuperarme, para dejar descansar mi vieja herida y que la hinchazón bajara.
Miré hacia el extraño cielo everiano donde dos lunas colgaban al ras del horizonte. La pequeña luna plateada se llamaba Incar y era la prisión más famosa de toda la Coalición, según lo que me habían dicho. La más grande, de color verde pálido, se llamaba Seladon y era verde porque estaba cubierta de vida; la luna entera era una granja de Everis y su planeta hermano en este sistema era Everis 8. Yo estaba en Everis 7, técnicamente el planeta originario. Los everianos se referían al otro como Planeta Ocho y lo habían colonizado hace miles de años atrás. La información que había leído decía que ahora vivían alrededor de un billón de personas en el Planeta Ocho, y me pregunté si los humanos algún día colonizarían Marte. Intenté imaginarme ese montón de personas viviendo allí, mirando hacia la Tierra y sin visitar jamás el planeta del que vinieron.
La idea me hizo sentir triste. Pero últimamente estaba triste, frustrada y molesta.
Esperar a que Gage viniera por mí me había dejado mucho tiempo libre para leer, pero acostada allí mientras las últimas estrellas titilantes desaparecían, me alegré de que fuera así. Había hecho que este lugar se sintiera menos ajeno y más como mi hogar. Y esperaba que cuando encontrara a mi compañero no siguiera sintiendo que ofrecerme para ser una novia interestelar había sido el peor error de mi vida.
Estaba cerca. Podía sentirlo, incluso cuando estaba despierta. Su energía llamaba a algo primitivo dentro de mí y sabía que prefería morir a irme. No le encontraba lógica a esto, así que había dejado de intentar razonar por qué estaba aquí, a kilómetros y kilómetros de la ciudad más cercana, sola, helada y vagando alrededor de una serie de montañas y cuevas buscando a un hombre que podría no existir.
—Cállate, Dani. —Jalé las mantas, me cubrí la cabeza con ellas y cerré los ojos mientras la oscuridad me envolvía—. Solo cállate y encuéntralo.
Había una diferencia entre rastrearlo y compartir sueños. Por ejemplo, podía sentir su ubicación y ser atraída hacia ella, pero eso era todo lo que tenía. Una atracción. Hasta ahora, cuando estaba lo suficientemente cerca de nuevo como para estar con él en nuestros sueños. Era mío, le gustara o no, lo que significaba que tenía que dejarme entrar en su cabeza. No tenía elección.
Estaba cansada de interpretar a una niña buena. No tenía idea de quién era o cual era su papel en este mundo. Criminal o santo. Feo y con cicatrices, o un Adonis. Pero no me importaba. Era mío.
Cerré los ojos, obligué mi cuerpo a apagarse y a mi mente a encontrar la suya…
Gage… En sueños
Ella invadió mi mente como una experta, primero difuminando los bordes de mi dolor con calidez y promesas seductoras, luego atrayéndome de la realidad a una hermosa tierra que nunca podría haber imaginado por mí mismo.
—Danielle —susurré su nombre, de pie fuerte y firme detrás de ella. Estaba vestida de forma extraña, con pantalones marrón oscuro y una chaqueta verde como el bosque. Las botas en sus pies eran para caminar sobre terrenos irregulares, pero su cabello dorado estaba suelto y el sol amarillento de su mundo transformaba las hebras en un halo etéreo. Se volvió hacia mí y estiró la mano, sus ojos azules cálidos e hipnóticos.
—Acércate, Gage. Mira lo hermoso que es mi hogar.
Me vi impulsado a extender el brazo. Nuestras manos se tocaron y ella me jaló para que me pusiera a su lado y contemplara la impresionante vista de una montaña, el azul y blanco brillante de un río furioso muy por debajo de nosotros. El cazador dentro de mí inhaló el fresco aroma a bosque y mujer como si estuviera hambriento de ello. Y lo estaba.
—No deberías estar aquí, Dani.
—¿Dónde es aquí? —preguntó, su sonrisa era traviesa, seductora y todo lo que había soñado que sería. Era perfecta, mi compañera. Llena de picardía, energía y fuego. Todo lo que no tenían las damas de la capital.
—En mi mente, compañera. Cerca. Es demasiado peligroso. Alguien me quiere muerto y no quiero que ningún peligro se te acerque. —Di un paso hacia ella y llevé el pulgar a su labio inferior para poder recorrer la suavidad. Sabía que no era real, pero no me importaba—. Compartir sueños es lo único que podremos hacer.
—No estoy de acuerdo, pero no es momento de discutir. Es hora de hacer lo que yo quiera. —Su mirada recorrió mi cuerpo. Descendió y descendió aún más. En este sueño, volvía a estar completamente sano, mi cuerpo fuerte. Excitado—. Y no deberías llevar nada de ropa puesta.
En el momento en que las palabras salieron de sus sensuales y rosados labios, estaba desnudo y me di cuenta de mi error. Ella no estaba en mi cabeza, yo estaba en la suya, y me encontraba demasiado débil para rechazar lo que me estaba ofreciendo. Un respiro. Después de dos días de tortura y sufrimiento dentro de una celda cavernosa, no estaba listo para regresar. Solo la muerte me esperaba allí. Y lo que quería en este momento era a Dani, mi compañera marcada.
Sus labios trazaron un camino caliente desde mi pecho a mi abdomen. Bajó hasta que envolvió las manos alrededor de mi pene erecto y me sonrió. Noté una almohada blanca y esponjosa en el suelo bajo sus rodillas, lo que la hizo sonreír.
—Es mi sueño, guapo.
—No lo creo. —Recorrí su mejilla con la punta de los dedos —. Este definitivamente es mi sueño, no el tuyo.
—Entonces dime lo que quieres, Gage.
No señor Gage o señor de los Siete, ni siquiera mi señor. Simplemente Gage. El hombre.
—Quiero lo que me pertenece por derecho.
Se lamió los labios y presionó el pulgar en la punta de mi pene suplicante mientras envolvía mis bolas con la otra mano.
—¿Y qué es eso?
Suspiré ante la exquisita sensación.
—Tu boca, Dani. La primera de las tres virginidades sagradas que debe reclamar tu compañero.
—¿Y lo eres? —Me miró a través de sus pálidas pestañas. Parecía tímida, pero su posición frente a mi furioso pene me hizo pensar que era una fiera—. ¿Eres mi compañero? ¿De verdad eres mío?
La había rechazado durante tanto tiempo para protegerla, pero me había desobedecido. Vino por mí de todos modos, a pesar de mis advertencias y negativas. Tenía que estar cerca, lo suficientemente cerca para poder estar en mi cabeza de nuevo. No tenía más remedio que encontrar una manera de sobrevivir, de encontrarla. Quizás fue por el hecho de que me estaba cogiendo las bolas o por el escozor de mi marca, pero ya no podía seguir rechazándola.
—Sí, soy tuyo. Y tú eres mía.
—Ya era hora, idiota.
Antes de poder castigarla por su tosquedad, su boca grosera envolvió mi m*****o y lo chupó, lo que me llevó a un cielo húmedo y caliente. Gruñí ante la sensación, la dulce succión de sus labios jalando hacia adentro. Me lamió con la lengua y me comió como si fuera su golosina favorita. La vista era adictiva, poderosa y sumisa.
¿Cómo podía amar a una mujer que nunca había conocido? ¿Que nunca había tocado o abrazado?
Este era el poder de los compañeros marcados, la conexión mente a mente que compartíamos. Este era mi regalo de los dioses, y la deseaba. Con mi pene, pero más importante, con mi corazón.
Mi orgasmo fue veloz, me atravesó como un rayo sin previo aviso. No luche contra él, porque ahora era mi turno de darme un festín con la dulce v****a de mi compañera. Incluso en un sueño, podía mandar. Para desnudarla y hacerla gritar mi nombre. Solo mi nombre.
Levantarla en mis brazos fue fácil por su tamaño. Era mucho más pequeña que yo, lo que me hacía difícil recordar que aquella fiera sobre sus rodillas fuera tan frágil y quebradiza. Apoyando su espalda contra un árbol, atrapé su cuerpo diminuto y la besé como el hombre que sabía que era, luego tiré de su ropa mientras ella me ayudaba a desnudarla en esta tierra salvaje que alguna vez llamó hogar. Su amor por las montañas resonaba a través de su mente en el sueño, los pájaros cantando, el agua rugiendo y el llamado agudo de una manada de cosas salvajes que me hizo detenerme y ladear la cabeza para escuchar. Su canción era hermosa y cautivadora, justo como mi compañera.
—Lobos, se llaman lobos.
—¿Son hermosos? —pregunté.
—Mucho.
La miré a los ojos mientras la mantenía presionada contra mí, desnuda.
—Quiero conocer este lugar. Y tus lobos.
—Entonces lo harás.
La convicción en sus ojos hizo que mi pecho doliera, así que llevé mis labios a los suyos y la reclamé de nuevo. Saboreándola. Mía. Era mía.
—Eres mía, Dani. Tu dulce v****a es mía y solo mía. Lo reclamaré ahora. ¿Te entregas a mí?
Asintió y un largo mechón de cabello se deslizó sobre su hombro desnudo.
—Sí.
La tumbé en el suelo y me sorprendí de encontrar una manta gruesa extendida bajo nosotros. La tela tenía rayas, y era suave y cálida al contacto a pesar del frío del aire.
—¿Qué es esto?
—Franela rellena de plumón. Es de mi cama. Por mi sueño, ¿recuerdas?
La acomodé sobre la manta roja y azul marino.
—¿Es ahí donde estás ahora, compañera? ¿En tu cama?
Su mirada se volvió oscura y seria.
—Sabes que no.
—¿Dónde estás? —pregunté.
Aunque no debería, sabía que la respuesta me enfurecería y me haría sentir impotente. Si estábamos compartiendo sueños, ella no estaba en La Piedra Angular; estaba cerca.
—Estoy a salvo, eso es todo lo que necesitas saber.
Sus palabras me calmaron y mi mirada volvió a divagar por sus curvas, la fina línea de su cuerpo y sus pequeños pechos. No era delicada, sino delgada. Fuerte y muy hermosa. La esencia de su húmedo sexo se elevó desde su cuerpo y me hizo agua la boca. Pasé mi mano por sus pechos, su cintura curvilínea, sus caderas y luego bajé aún más.
—Gage.
Arqueó la espalda mientras me llevaba su clítoris a la boca y chupaba su esencia dentro de mi cuerpo para no olvidar jamás su sabor, su aroma. Cuidadosamente, deslicé un dedo dentro de v****a apretada y gruñí cuando su cuerpo se apretó como un puño.
—Mía —susurré contra su suave piel.
—Sí.
Abriendo los suaves labios de su v****a ante mis ojos para deleitarme, probé, chupé y sacudí la lengua sobre su clítoris sensible mientras sacaba y metía un dedo dentro de su humedad, frotando las paredes internas de su sexo mientras la acercaba hábilmente al límite cada vez más.
Hundió los dedos en mi cabello y chilló; su grito hizo eco en las paredes del cañón debajo de nosotros mientras llegaba al orgasmo, con su v****a empujando y ordeñando mi dedo, hambrienta de mi pene duro.
Estaba duro, a pesar de que acababa de venirme en su cálida garganta. Mi pene estaba tan pesado que parecía que hubiera levantado pesas con la maldita cosa entre mis piernas. La deseaba y la necesitaba.
Su cabello se extendió alrededor de su cabeza como un halo. Sus labios estaban llenos y maduros de mis besos. Su piel pálida estaba enrojecida, sus ojos brillaban con pasión, lujuria y placer desenfrenado. Parecía una diosa. Mi diosa.
—Te deseo, Dani. Deseo estar dentro de ti, follarte y hacerte mía.
Con una sonrisa, abrió las piernas, exponiendo su v****a húmeda y rosada. Podría ser virgen, pero conocía su naturaleza apasionada, no se escondía de ella. Ni de mí.
—Sí. —Empujó el suelo con los pies y levantó las caderas en una invitación impaciente. Entonces dio un alarido de dolor y llevó una mano a su tobillo—. ¡Diablos!
Al alcanzarla, la cogí en brazos y la arrimé hacia mí, mirando cada centímetro de su pequeño cuerpo.
—¿Estás herida? ¿Te he hecho daño?
—No, es solo una vieja herida… Demonios, se suponía que esto no iba a pasar. Me estoy despertando. Lo siento. Duele demasiado.
—¿Qué? ¿Dani?
La montaña se desvaneció. Ella desapareció y me desperté, encadenado, sangrando, muriendo y helado. Dejado por muerto en una cueva tan remota en la montaña que nadie me encontraría a tiempo. ¿Y mi pene? Duro como una roca, pero con el corazón rompiéndose y el sabor imaginario de ella aún en la lengua.