Un día tras otro

1899 Palabras
POV Sadie McPherson Los últimos dos meses habían sido los más dolorosos de mi vida, no solo por la intensidad del sufrimiento físico, sino por la opresión del vacío en mi mente. Sobrellevar el secuestro y la tortura sin el contexto de la memoria era particularmente desafiante. No recordaba el horror, pero mi cuerpo era un mapa tatuado de él. El dolor en mi piel era lacerante, una sensación constante de quemazón y tirantez que sanaba muy de a poco. Mis heridas eran profundas. Gracias a Gia, tuve una enfermera de planta, Bianca, una mujer morena y silenciosa, que se había encargado de curar y cuidar cada corte y cada quemadura con una paciencia infinita. Cada curación era un ritual de dolor sordo que me obligaba a confrontar la brutalidad que mi mente había bloqueado. Y aunque ya podía caminar con limitaciones, las recomendaciones del médico eran estrictas: no debía sentarme. Por ello, comía parada en la mesa o tumbada boca abajo en la cama. Los primeros días dependía completamente de Andrea para ir de un lugar a otro, y era algo profundamente vergonzoso. No por él, sino por la sensación de completa impotencia que me invadía. Por razones que no he entendido, cada vez que estaba boca abajo, sintiendo la tela contra mis heridas, me sentía aterrorizada y vulnerable. El solo hecho de tumbarme me provocaba un temblor. Si no fuera por Gia, que me abrazaba de lado o simplemente me hablaba hasta que el pánico disminuía, no conseguiría dormir por las noches. Ella dijo que era parte del trauma, la reacción de mi cuerpo al dolor pasado, aunque yo, en realidad, no recordaba el momento en que todo pasó o cómo llegué ahí. Mi cuerpo recordaba más que mi mente. También sabía muy bien que ella no estaba mejor que yo. De hecho, yo solo tenía pesadillas y ataques de pánico que eran esporádicos, mientras que ella estaba realmente deprimida. Su dolor era constante y visible. Dormía a destiempo, a veces veinte horas seguidas, y evadía el tema de buscar a su familia adoptiva. Cada vez que hablaba de su esposo, el ahora viudo Giacomo Fascinelli, se desmoronaba por completo: lloraba y gritaba hasta desgarrarse, sus lamentos eran desgarradores y me hacían sentir impotente. Siempre supo bien que huir y cortar lazos era su única opción para seguir viva después de la traición y la amenaza. Pero no dejaba de cuestionarse si sentirse muerta por dentro se podía llamar "estar viva". A veces me asustaba pensando que fuera ella quien cometiera una locura. Le preguntaba a Andrea, muy seguido, si había noticias de su esposo o de las represalias que podrían venir, sabiendo que él tampoco la estaba pasando muy bien, lidiando con su familia y el luto por Gia. —Gia, ¿por qué no lo contactas y le dices la verdad? —cuestioné con ánimo de que lo considerara, mientras tomábamos un té amargo en la amplia cocina. —No puedo, linda —sollozó, apoyando la cabeza en sus manos—. Yo lo amo y lo extraño, pero él mintió en los motivos que tenía para acercarse a mí en un principio. Dice que no sabía lo de la trata de personas, pero yo lo oí dando órdenes, casi matan a mi hermano, y hace tiempo, cuando tenía que elegir entre su tío y madre o yo, él no me puso como prioridad. Su familia, desde un inicio, me quería muerta para cobrar su venganza, nunca se van a detener y él no los detendrá tampoco. —Pero viste la manera en la que reaccionó cuando el auto explotó —insistí, tratando de ser la voz de la razón. Sentía que si ella no cambiaba de opinión, de nada serviría el sacrificio de su padre, Don Salvatore, y todo este montaje—. Creo que no pensaste las cosas debidamente, todo fue al calor del momento y, hasta donde me has dicho, ambos se aman. Aunque sean hijos de familias enemigas, podrían encontrar una manera de solucionarlo. —Lo he pensado a cada instante, Sadie —suspiró con pesar, sus ojos oscuros llenos de agonía—. No debo hacerlo. Antes del atentado le dije que no volvería a verlo. ¿Qué clase de idiota sería si me aparezco en su puerta y le digo: "estoy viva y te perdono"? —Objetó lo último con una ironía amarga que evidenciaba su orgullo herido. —¿Y entonces así va a ser el resto de tu vida? ¿Vas a llorar cada noche y dormir el día entero sin comer? ¿No crees que el único impedimento en esto es solo tu obstinado orgullo que está bastante herido? —Volví a cuestionar, tocando la herida de su obstinación. —Quizás sí, pero por más que lo piense no debo hacerlo —murmuró insegura, el primer indicio de fisura en su muro de auto-negación. —¿Según quién? —Rebatí, buscando la fuente de su temor. —Según Don Gennaro —reveló, bajando aún más la voz. Don Gennaro era el consigliere, la mano derecha de su padre, que se había quedado en Italia—. Ellos han estado investigando y la única pista que tienen del ejecutor del accidente es que fue un asesino a sueldo. No saben quién pagó para que lo hiciera y atraparlo no es tarea fácil. Él cree que fue Fascinelli y también dijo que Giacomo —su voz se quebró con solo mencionar el nombre de su esposo— volvió a Capri, supuestamente, a encargarse de su tío, pero nada ha pasado hasta ahora. Tal vez lo convencieron o se arrepintió de ir en contra de su sangre. —No lo creo, Gia. Lo que sí creo es que tomará tiempo resolver todo —le aseguré. A pesar de todo, sentía una extraña confianza en el hombre que la amaba—. Si yo fuera tú, confiaría más en él. Hacer que Gia comiera o saliera de la cama era una labor titánica. Le pedía ayuda para salir a caminar por la finca porque era una recomendación médica para que mis piernas no se atrofiaran, pero no siempre quiso. A veces me respondía que le pidiera ayuda a Andrea o a mi enfermera, Bianca. Afortunadamente, ese día dijo que sí, y estuvimos afuera admirando el jardín por el amplio corredor que rodea la casa. El clima en México era muy caluroso, así que ambas usábamos siempre ropa muy pequeña y ligera, aunque a mí me cohibía dejar todas mis cicatrices expuestas al aire y la vista. —Tengo una idea, Sadie —exclamó Gia, su voz de pronto vibró con un entusiasmo inusual. —¿Cuál? —inquirí, curiosa ante ese destello de vida en sus ojos. —¿Te gustan los tatuajes? —Sí, me gustan, pero solo los que tienen colores —respondí, pensando en las imágenes que llenaban mi mente vacía. —Podríamos dibujar muchas flores en tu espalda, llenas de colores. Eso sería como transformar el dolor en arte. Así todos, desde afuera, solo verían belleza y no tendrías que ver nada que te trajera malos recuerdos en el espejo. La idea me golpeó con una fuerza inesperada. Era más que una simple solución estética; era una forma de reclamar mi cuerpo. —No lo había pensado, pero suena como una gran idea. Aunque no sería solo en mi espalda... —Apunté, porque tenía marcas en el cuello, las piernas, y en mis pechos. —Donde sea que quieras hacerlo, lo haremos. Conseguiré a la mejor tatuadora disponible —declaró Gia, y por primera vez en semanas, vi una luz real en sus ojos. —Eso va a tomar un tiempo, Gia. El médico dijo que primero tienen que cerrar bien las heridas y después empezarán los tratamientos para disminuir el grosor y la coloración de las cicatrices. Eso también será largo y doloroso —murmuré, temerosa, porque sabía lo que me esperaba: meses de tratamientos y dolor. —Lo sé, pero el ponernos una meta que alcanzar nos dará la motivación para llegar —mencionó, su nueva esperanza era un faro para ambas. —Si eso te motiva a ti, lo haré. Yo también quiero que salgas del hoyo en el que estás metida —admití con sinceridad, y ella suspiró y asintió, su mano apretando la mía. Caminamos por un rato más, disfrutando del aire cálido hasta que empezamos a sentir hambre, yo principalmente. Cuando íbamos de vuelta a la casa, Gia se mareó de repente. Su rostro se puso pálido, y yo traté de sostenerla, pero no tenía suficiente fuerza en mis piernas aún débiles y adoloridas, y terminó en el piso desmayada. Grité por ayuda, y Andrea no tardó en llegar, su arma ya desfundada, pensando en un ataque. Preguntó por lo sucedido con voz urgente, y le dije que simplemente se desmayó. Debió ser por sus malos hábitos alimenticios. Andrea la llevó a su habitación y me pidió buscar a Bianca para que la revisara y para que llamara al doctor. Cuando Gia reaccionó, el médico ya la examinaba. El Dr. Gómez tomó una muestra de sangre porque sospechaba de anemia. Le recetó varios multivitamínicos y suplementos alimenticios para combatir su bajo peso. Después de comer una porción minúscula, se quedó dormida el resto de la tarde. A la mañana siguiente, la escuché correr al baño y vomitar. En ese momento, me preocupó más que se estuviera volviendo anoréxica, bulímica o ambas. Después de eso, solo logré que tomara una malteada con proteínas porque no quiso probar bocado sólido. El Doctor Gómez volvió en la tarde con los resultados de los exámenes. Su rostro, generalmente tranquilo, tenía una expresión de asombro apenas contenida. El diagnóstico nos dejó a todos helados: Gia estaba embarazada de nueve semanas, según el análisis. La pobre se puso aún más emocional de lo que comúnmente estaba. Lloró a mares por un largo rato, pero estas lágrimas eran diferentes: había sorpresa, miedo y, de fondo, una alegría naciente. Al final, dijo que, en definitiva, jamás volvería a Italia. Ya no solo se trataba de ella; también del pequeño bebé que crecía en su interior. Fascinelli la había traicionado, pero le había dejado un legado, una parte de él que ella podía amar sin culpa. Ella pasó estos meses tan inmersa en su dolor que nunca notó la ausencia de su período y por eso no cayó en cuenta de su embarazo. Afortunadamente, eso sirvió como un motor que la fue sacando adelante poco a poco. Ahora sí comía, aunque las náuseas matutinas la torturaban, recuperó su peso, y la felicidad, cautelosa al principio, también regresó. Su rostro, antes marchito, ahora irradiaba una luz suave. Juntas fuimos viendo crecer su barriga, cada ecografía, cada seguimiento. A los cuatro meses, nos enteramos de que era una niña. La idea de tener a una niña en la hacienda, de un nuevo comienzo, era un bálsamo para ambas. Todo iba bien hasta que el día del alumbramiento llegó, y Gia se puso demasiado nerviosa, temblando en la cama. Aferró mi mano con tanta fuerza que pensé que me rompería los dedos, diciendo que no podía hacerlo sola. La niña, la pequeña esperanza que había crecido entre la mafia y el dolor, estaba a punto de nacer. Y yo estaba allí, su ancla, dispuesta a ayudarla a traer vida al mundo.
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