William El restaurante no era nada del otro mundo. Ni estrella Michelin ni fusión inventada. Solo un lugar tranquilo, con luces tenues, manteles limpios y pan caliente en la mesa. Uno de esos sitios que no necesitan publicidad porque los clientes vuelven por inercia. Yo era uno de ellos. Pedí una mesa discreta, junto a una ventana. No por estrategia, sino porque tenía la sensación de que Álvarez necesitaba bajarse del personaje. Tener un espacio donde dejar de fingir, sin que nadie la mirara como si aún llevara el abrigo blanco. Por cierto, lo dejo en una silla contigua, diciendo, que es una joya que tiene que devolver intacta. Nos sentamos y la volvía a mirar. Con otra luz. Frente a mí. Estaba enormemente hermosa, aunque la primera vez desde que salió del salón, se desinfló ligeramente

