Mari. No me tembló la mano al abrir la puerta de la comisaría. La clave era simple: entrar como si no hubieras vomitado sobre tu jefe ni te hubieras desmayado como una novata en su primer día. Paso firme, barbilla en alto, uniforme planchado hasta la obsesión, coleta pulida, y café en mano —del bueno, comprado en una cafetería a dos calles, no en la máquina del infierno. Cada gesto medido. Cada respiración calculada. Como una actriz que sabe que la función ya empezó y no puede permitirse ni un tropiezo. Me había preparado mentalmente para las burlas veladas, las sonrisitas entre dientes, alguna anécdota adornada cortesía del inspector Morales, narrada con su tono ácido habitual. Estaba segura de que habría hecho de mi caída su historia favorita del día. Pero no pasó nada. Carlos me s

