Mari
Patri resoplaba con rabia mientras subía, escalón tras escalón, las bolsas hasta el quinto piso. Yo iba detrás, cabizbaja, siguiéndola hacia mi celda monacal—digo, mi habitación—, un espacio lo suficientemente pequeño como para que, al estirar los brazos, pudiera tocar ambas paredes. Llevaba exactamente un año alquilando ese clóset con balcón, compartiendo la cocina y baño con una psicóloga. Una mujer que, irónicamente, cobraba por escuchar los problemas ajenos, pero jamás había notado que ella misma acumulaba suficientes frustraciones como para llenar un manual de autoayuda.
¿Que por qué iba cabizbaja? Para empezar, Patri acababa de dejar a su novio. Otra vez. La cuarta. Al mismo de siempre. Y yo, como su fiel amiga, estaba a punto de convertirme en su terapeuta alcohólica por enésima vez.
¿Y lo de alcohólica? Bueno, en las bolsas tintineaban alegremente dos botellas grandes de cerveza, acompañadas de un arsenal de aperitivos. Patri no enfrentaba dramas amorosos con agua mineral.
En segundo lugar, yo también tenía mis propios motivos. Dos días atrás había renunciado a un buen puesto como secretaria del comisario en la comisaría central. ¿La causa? El acoso constante del propio comisario. No era feo, ni un cretino, ni siquiera un mal jefe. Pero estaba casado. Y tenía dos hijos. Y yo, aunque a veces dude de muchas cosas, tengo muy claras mis líneas rojas. Rechacé rotundamente su propuesta indecente y solicité el traslado a otra comisaría.
Me concedieron quince días de vacaciones forzosas —eso que los veteranos llamaban 'el limbo administrativo'— mientras el papeleo se resolvía. No era ni un adiós formal a mi sueño ser una oficial de policía, ni un nuevo comienzo, solo tiempo muerto con la incertidumbre rondando en mi cabeza y esperando destino a otra comisaría… o, quién sabe, quizás un billete de ida al fin del mundo. Mi carrera estaba en pausa, mi dignidad lloraba de injusticia y mi futuro pendía de un hilo. Sinceramente, esta noche no necesitaba excusas para emborracharme. Tenía razones de sobra.
Patri se detuvo frente a mi puerta y suspiró con dramatismo.
—Bueno, pobrecita, abre tu pocilga.
Obedecí sin rechistar y me aparté para dejarla pasar. Ni se me ocurrió intentar quitarle las bolsas. Cuando Patri se empeñaba en algo, era mejor dejarla hacer. Me quité el abrigo y los zapatos, y me escabullí hacia la cocina. Ella ya estaba sacando su botín.
Nos lavamos las manos, cortamos todo lo comestible a velocidad de emergencia, preparamos las copas, sacamos la mesita plegable del balcón y la decoramos con embutidos, aceitunas y patatas. La acercamos al sofá, empujando a una esquina a mi viejo oso de peluche de un metro —regalo de cumpleaños de mis compañeros del colegio. Le tenía un cariño especial a ese peluche desparramado y desgastado por tantas mudanzas; por eso, nunca tuve el valor de deshacerme de él en algún contenedor de reciclaje.
Apenas habíamos logrado sentarnos cuando llamaron a la puerta. Era Silvia, mi vecina, que solía pedir sal, harina o cualquier otra excusa culinaria para colarse en cenas ajenas. Esta vez no me cabía duda: había oído la voz de Patri y vino directa a husmear.
—Bueno, chicas, ¿qué celebramos? —preguntó con una sonrisa tan entusiasta que supe al instante: había olido un nuevo drama.
Patri sirvió cerveza en tres copas con gesto lúgubre.
—¿Te imaginas? ¡Ese cabrón desapareció otra vez!
—¿Antón? —preguntó Silvia.
—Solo hay un cabrón en su vida —intervine.
—¡Exactamente! —exclamó Patri.
—Y yo dejé el trabajo —añadí con un suspiro.
—¿En serio? Bien hecho. Seguro que encontrarás algo mejor —dijo Silvia, con su optimismo infatigable que, sinceramente, a veces me sacaba de quicio.
No tenía ni idea de que Patri seguía colgada por Antón y que, después de cada ruptura, volvían como si nada hubiera pasado. Tampoco sabía por qué yo había dejado el trabajo; nunca le conté mis dudas ni le hablé del acoso de mi jefe. No porque desconfiara de ella, sino porque, simplemente, ni siquiera yo podía explicarme lo inexplicable. Estaba empezando a sentir algo por él, y me daba miedo flaquear, dar un paso en falso y cruzar un umbral del que no sabría volver.
—Sí, claro que encontrará —dije, y Patri me fulminó con la mirada—. Pero ya es la quinta vez que lo deja.
Me gruñó como si yo fuera la culpable de sus decisiones amorosas. Silvia le dio un azote en el trasero.
—Patri, ¿no serás masoquista? O peor… tienes síndrome de Estocolmo. Te maltrata emocionalmente, y tú, enamorada. Vi un montón de casos como este.
—¡Exacto! Hoy, por fin, me atreví a decirle que me faltaba romanticismo en nuestra relacion, se levantó de la mesa y se fue sin decir una palabra. ¡Ni siquiera se llevó sus cosas! Todavía están tiradas en mi pasillo.
—Patri —interrumpí—, recuérdame por qué rompisteis la tercera vez.
Ella mascó pensativa un trozo de salchichón.
—Por las flores.
—¿Cuándo te regaló un geranio y tú eres alérgica? —preguntó para aclarar Silvia.
—Ajá. ¿A qué idiota se le ocurre regalar un geranio? Me pasé tres días con mocos y estornudos. ¡Cabrón! —gritó, derramando lo que quedaba de la cerveza.
Silvia se inclinó hacia Patri, lista para soltarle el sermón habitual, pero de pronto cambió de idea. Se levantó de un salto, salió disparada del sofá y corrió a su habitación. Mientras tanto, Patri limpiaba la cerveza derramada con una servilleta, murmurando maldiciones contra Antón, como si él tuviera la culpa de su propia torpeza.
—Mira, Patri —dije, ya cansada de escuchar palabrotas—. O lo dejas de verdad, o te callas y te aguantas. Mi hígado también merece un descanso. Y no estás tan mal como yo.
—¡Es verdad! —exclamó Silvia, reapareciendo con una botella de whisky en la mano—. Hoy en día, encontrar un hombre decente es como ganar la lotería. Este año salí con tres: uno era alcohólico, el otro un adicto al trabajo, y el tercero… un friki. Vivía con su madre y los fines de semana se vestía de caballero medieval. ¡Con armadura y todo!
—¿Entonces es mejor no tener novio? —preguntó Patri, dudosa.
—Yo no dije eso —replicó Silvia—, pero lo primero es pensar en nosotras mismas. —Sirvió el whisky con generosidad y alzó su copa—. ¡Un brindis por nosotras, las más guapas! ¡Que de una vez los hombres se rindan a nuestros pies!
El whisky me quemó la garganta, pero a estas alturas, mi cuerpo ya ni lo notaba.
Patri bebió de un trago y soltó una risa amarga.
—Y ahí tienes a Mari —añadió—, que no ha salido con nadie en todo el año, salvo por el acoso de su jefe. Y mírala, tan tranquila.
—Mari está esperando a su príncipe azul —se rió Silvia.
—No necesito ningún príncipe —resoplé, molesta con Patri por mencionar lo de mi jefe—, pero tampoco pienso perder el tiempo ni los nervios con frikis como los suyos.
Suspiré hondo y escapé hacia la cocina con la excusa de cortar más embutidos. Ya no soportaba ni un brindis más, ni más preguntas sobre mi vida personal. Me acerqué a la nevera, pero me detuve al ver el patio cubierto de nieve. Me quedé mirando. Sí, tenía veintiséis años y ni una relación seria. Las aventuras pasajeras ya no me hacían ni gracia, ni alegría, ni satisfacción. Quería a alguien que me abrazara fuerte, que me dejara apoyar la cabeza en su pecho y, por un instante, no pensar en sobrevivir.
Fue entonces cuando lo vi.
Un hombre caminaba hacia la entrada del edificio, y antes de que pudiera pensar en nada, vi volar a mi oso de peluche... directo hacia él.
Los gritos de las chicas me arrancaron de mi ensueño frente a la ventana. Corrí a la habitación y las encontré en el balcón, asomadas, con la cara pálida y los ojos abiertos como platos.
—Oh, mierda… —murmuró Silvia, llevándose una mano a la boca.
—¿Qué pasó? —grité—. ¿¡Quién tiró a mi oso por la ventana!?
—No fue lo que parece —se apresuró a decir Patri, nerviosa—. Es que Silvia dijo que tenía que deshacerme de todo lo que me ataba a Antón... que simbólicamente lo tirara por la borda… ¡Y yo pensé en el oso!
—¡¿Silvia, en serio?! ¡Maldita psicóloga de sofá! ¡Era mi oso! ¡Mi oso de toda la vida!
—¡Sí, sí, lo sé! Pero ese hombre no se mueve… —dijo Silvia de pronto, señalando hacia abajo, antes de salir disparada del balcón.
—¡Dios mío! ¿¡Qué he hecho!? —gimió Patri, soltando una sarta de maldiciones mientras corría tras ella.
No necesitaba más explicaciones. Me asomé al borde del balcón y sentí cómo el estómago se me encogía. Allí abajo, sobre el manto de nieve, medio cubierto por mi pobre oso, yacía un hombre. Inmóvil.
Me calcé las botas como pude, agarré el abrigo del perchero y salí corriendo detrás de ellas, con el corazón desbocado y una sola idea en la cabeza: por favor, que esté vivo.