William Lo último que esperaba al salir de la llamada era una emboscada biológica. Un segundo estaba revisando el informe de la cámara de seguridad. Al siguiente, tenía a Mari Álvarez estampándose contra mí como un misil humano… y vomitando su desayuno entero sobre mis vaqueros. —¡Maldita sea, Álvarez! —grité, más por reflejo que por rabia. El asco vino después. Con fuerza. Ella se quedó ahí, con los ojos como platos y la boca todavía medio tapada. Estaba roja. No de vergüenza común, sino de esa vergüenza que deja trauma. Y luego… se puso pálida como una sábana de morgue y se desmayó. Así, sin transición. Un parpadeo largo, un leve tambaleo, y de pronto la tenía en mis brazos. Inconsciente. Lánguida. Tibia. Tuve que sujetarla antes de que se desplomara como saco de patatas. Aunque en

