William. Veinte minutos después, estábamos sentados en una mesa del fondo, en un bar discreto que conocía bien. Música baja, cerveza fría, y lo más importante: anonimato garantizado. Santi pidió café. Yo, lo mismo que Steve: una cerveza. Solo una. Por ahora. Steve bebió en silencio, mirando el vaso como si tratara de encontrar respuestas en la espuma. —Tienen pinta de saber guardar secretos —dijo de pronto. —Tenemos práctica —respondí, dejando el vaso sobre el posavasos. —Mi padre cree que todo se arregla con abogados o con amenazas. Pero hay cosas que no se pueden enterrar bajo contratos. —Como los muertos —dije. Él alzó la mirada. Ya no desconfiaba. Ya no jugaba. —¿Quiénes son ustedes? Lo miré con calma. Saqué la placa del interior de la chaqueta y se la tendí sin teatrales ges

