La nueva mañana no llegaba con mucha emoción, al menos no para Bernadette. Adèle, la criada, ajustaba el corsé de Bernadette, las cintas crujiendo mientras apretaba, el vestido de muselina azul claro cayendo en pliegues suaves sobre sus caderas. El espejo del tocador reflejaba un rostro pálido, los ojos verdes hinchados por las lágrimas que la habían llevado al sueño la noche anterior, un llanto tan profundo que no sabía si Silas había dormido en la cama junto a ella. La memoria de su mirada hacia Amélie, sus manos entrelazadas bajo las glicinas, la desgarraba, y cada tirón del corsé parecía apretar su corazón. Adèle, con dedos hábiles, comenzó a peinar su cabello rubio platino, deslizando el cepillo con cuidado. —Está lista para el desayuno, madame —dijo, su voz suave, pero Bernadette

