Bernadette se despertó con un sobresalto, el corazón latiéndole como si quisiera escapar de su pecho. Estaba en su cama, el camisón de lino arrugado bajo sus dedos, que lo alisaban una y otra vez, como si ese gesto pudiera calmar la tormenta en su mente. Era la mañana de su boda, el día en que dejaría de ser Bernadette Laurent para convertirse en la esposa de Silas Deveraux. La realidad la aplastaba. No había dormido, no realmente. Las palabras de Camille Deveraux resonaban en su cabeza, cada nombre —Sophie, Marie— un recordatorio de que no era suficiente, de que Silas podría haberse casado con cualquier otra mujer, una que hablara, que riera, que no cargara con el defecto de su silencio. ¿Qué haría él cuando su mutismo se volviera un peso? ¿La miraría con el mismo desdén que Camille

