Ana no dormía. No desde que había llegado la nueva señora. La noche era espesa y húmeda, el silencio roto apenas por el tic-tac del reloj de pared y el lejano susurro del viento contra los postigos. Ana estaba sentada en el borde de su cama, con las manos crispadas sobre la falda arrugada. Le ardían los ojos. Había pasado horas llorando y, aun así, no se sentía aliviada. La llegada de Bernadette, la esposa legítima de Silas, había sido como una bofetada en pleno rostro, una humillación que no lograba digerir. Durante todos esos meses, ella había sido la única mujer en su vida. O al menos eso se repetía para no enloquecer. Silas no hablaba de su esposa. No mencionaba su nombre, no mostraba interés en cartas o visitas. La mayor parte del tiempo, ni siquiera hablaban entre ellos. Solo se b

