RIVEN
Camino despacio, con el ramo de crisantemos lila apretado entre mis manos enguantadas.
El aire es frío en los jardines del mausoleo, y cada paso resuena hueco sobre las losas grises.
El silencio aquí pesa distinto.
No es la ausencia de sonido... es la presencia de recuerdos.
Su imagen sigue fresca en mi mente, aunque pasaron más de dos años desde la última vez que vine.
Su sonrisa, tan serena, tan viva, todavía me tortura.
Hay sonrisas que no deberían quedarse grabadas... porque duelen demasiado cuando se van.
Me agacho frente a la lápida de mármol. Paso los dedos por su nombre, delineando cada letra como si eso la hiciera volver.
Golpeo suavemente la piedra —una vieja costumbre entre nosotros, una forma de saludarla— y dejo las flores en el pequeño recipiente.
—Hola, madre... —mi voz suena más baja de lo que esperaba—. Perdón por la tardanza.
Espero que no te sintieras sola.
Los pétalos se mueven apenas con la brisa, como si respondieran a mis palabras.
—Traje tus flores favoritas —añado con una sonrisa cansada—. Crisantemos lilas, como siempre.
Me siento en el borde del mármol, dejando que el peso del cuerpo caiga hacia adelante.
A veces todavía espero oír su voz, suave, paciente, dándome un consejo que no pedí.
No llega, claro. Pero igual hablo.
—Las cosas han cambiado, madre. —Exhalo lentamente—. Ahora soy el duque de Caelthor.
El rey firmó el decreto hace unos días. Oficialmente, soy dueño de lo que alguna vez fue parte del Reino de Dorial.
Por un momento me quedo mirando el horizonte, la línea donde el bosque se mezcla con el cielo gris.
—Podría sonar presuntuoso, pero estoy... rehaciendo el castillo.
Las murallas volverán a levantarse, las torres tendrán luz otra vez.
—Y los sobrevivientes —mi voz se quiebra un poco, pero no la detengo— podrán regresar si así lo desean.
Nadie volverá a llamarlos traidores o bastardos de un reino muerto.
No mientras yo respire.
Apoyo una mano sobre la lápida, como si pudiera transmitirle mi promesa.
—Te lo juro, madre. Haré todo por protegerlos. Tal como fue siempre tu voluntad.
El viento sopla más fuerte, moviendo mi capa y el lazo de las flores.
Por un instante, me parece escuchar su risa en el aire.
Una risa cálida, breve.
Cierro los ojos.
—Ojalá pudieras verme ahora. Aunque sé que probablemente me dirías que me peine, que no luzca tan hosco y que deje de pelear con todo el mundo.
Río apenas, una risa seca.
—Lo intentaré, aunque no prometo nada.
Me levanto, acomodo el ramo y me quedo mirándolo unos segundos más.
El cielo se tiñe de tonos violáceos, y pienso que quizás es su forma de responder.
—Hasta pronto, madre.
Y entonces me alejo, con el mismo paso lento, pero con la certeza de que, de algún modo, ella escuchó.
LIAM
Partí de la mansión Nolan tan apenado como no lo había estado nunca. Pero aun así mi espíritu no estaba roto. No esperaba las duras palabras del padre, aunque si su afán codicioso de concretar el compromiso.
Con Margareth, todo fue más o menos como lo esperaba. Está dolida y eso debe significar algo. Por eso acomodé aquella tarjeta entre las rosas esperando que ella me escuche. No está bien citar a una dama a solas y menos a la intemperie, pero ¿qué otra opción tengo? No creo que nos permitan volver a estar solos en mucho tiempo, no sin que ella de su aval expreso a mi madre y la suya para eso.
Margareth tiene magia, y es evidente que nadie lo sabe, ni su padre, pues sin duda habría hecho mofa de eso hace mucho. Eso de alguna forma me hizo sentir especial, motivado. Tiene un secreto que debo ayudarle a proteger, aunque no entiendo por qué no quiere que sepan, al fin de cuentas eso es un honor.
La luna está en su punto más alto en el cielo, y la espero en el patio trasero de la mansión. Una punzada de alegría me atraviesa cuando veo una silueta bajo una capa oscura acercarse. Es Margareth, obviamente es ella. Se detiene con duda cinco metros antes, pero a la final sigue andando.
—Margareth, sabía que vendrías —dije con alegría acercándome a ella.
El rostro que emergió de aquella capa no era el que esperaba.
El cabello rubio relucía bajo la luna, pero no era el tono oscuro de Margareth. Era un dorado cálido, vivo de forma diferente.
—Mi hermana no vendrá —dijo la joven, bajando la mirada con una mezcla de vergüenza y resignación—.
Perdón, Alteza... no quiso mirar sus flores.
Vi la tarjeta y pensé que lo correcto era avisarle, para que no espere en vano.
Lizzy.
El corazón me dio un vuelco, aunque no por las razones correctas.
Era dulce, educada, incluso más de lo que recordaba... pero no era ella.
Aun así, forcé una sonrisa.
—Le agradezco su gentileza, señorita Lizzy. Es usted muy considerada.
—Solo hago lo que creo correcto, Alteza —respondió con una voz tan suave que casi se confundía con el viento.
Nos quedamos unos segundos en silencio.
La brisa movía su capa, y el aire helado comenzaba a filtrarse entre mis ropas.
—Margareth... —murmuré, más para mí que para ella—. No sé cómo remediar lo que hice.
No quise... —me detuve, respiré hondo—. No quise lastimarla. Solo quería que me escuchara.
Lizzy me observó con esos ojos grises enormes con un fulgor tibio, casi ingenuo.
Me escuchó en silencio, con atención, y cuando hablé de Margareth, inclinó la cabeza, curiosa.
—¿La ama? —preguntó en un susurro.
—No lo sé aún —respondí, sin pensar—. Pero es... diferente. No busca agradar, no finge. No me trata como un príncipe, y eso me desarma.
Una sonrisa pequeña se dibujó en sus labios.
—Entiendo —dijo, y esa palabra, entiendo, sonó extrañamente sincera.
Entonces se irguió, como si hubiera tomado una decisión.
—Espéreme aquí, Alteza.
Antes de que pudiera preguntar a dónde iba, desapareció entre los arbustos del jardín.
Pocos minutos después regresó, llevando una pequeña tetera de porcelana blanca y un vaso.
—Pensaré esta noche cómo puede ganarse su corazón —dijo con dulzura, mientras servía el líquido humeante—.
Pero mientras tanto, tome algo. La noche está muy fría.
La observé mientras vertía el té. Sus movimientos eran elegantes, medidos, casi hipnóticos.
El vapor subía, envolviéndola con un aroma dulce, como miel y flores.
—Gracias, señorita Lizzy.
—Lizzy, por favor —me corrigió con una sonrisa—. Al menos mientras no haya nadie escuchando.
Acepté el vaso y bebí un sorbo. El líquido caliente descendió lento por mi garganta, expandiéndose en un calor reconfortante.
Sonreí, aliviado.
—Está delicioso. —La miré a los ojos y, por un instante, algo se agitó dentro de mí.
Había algo diferente en ella.
No era la inocente muchacha de la que apenas recordaba el rostro... había una decisión nueva en su mirada, una madurez repentina.
Y esa sonrisa... tan serena, tan segura, era un arma disfrazada de ternura.
El calor del té me pesó de pronto en la cabeza.
Una sensación extraña, como si el aire se espesara.
Pero la voz de Lizzy, dulce y calma, me mantuvo anclado.
—Descanse tranquilo, Alteza —susurró, con un brillo en los ojos que no supe descifrar—.
Todo estará bien muy pronto.
Asentí, aunque me inquietó aquella repentina y fuerte sensación. ¿Por qué está tan agitado mi corazón al verla?