32. DESAPARICIÓN

1175 Palabras
MARGARETH El carruaje atravesó la reja de hierro forjado y se detuvo frente al portón principal de la mansión de mi abuela. El sonido de las ruedas sobre la grava se desvaneció, y quedó solo el murmullo del viento entre los pinos. La casa se alzaba majestuosa, como siempre: las paredes cubiertas de enredaderas, las ventanas altas y las cortinas cerradas como si la mansión aún no hubiera despertado. Sin embargo, había algo extraño. Algo en el aire... un silencio anormal, de esos que inquietan. —Deben de estar en el pueblo, excelencia —dijo el cochero, rompiendo la tensión minutos después de llamar a la puerta. Ni él cree lo que acaba de decir. Asentí sin decir palabra. Pero los dos sabemos que es imposible. Mi abuela solía visitar el pueblo cada tanto, y aunque siempre lleva su carruaje y su escolta, la mansión no queda nunca desprotegida y menos sin sirvientes. No tenía sentido seguir esperando en la puerta. El cochero ya había bajado tres veces del carruaje para preguntar si debía irse, y su mirada nerviosa no ayudaba. El reloj marcaba más de media hora y ni un solo sonido venía desde el interior de la mansión. —Vigila la entrada —le dije con voz firme—. Si alguien llega, haz sonar la campanilla del carruaje. Mientras tanto, daré la vuelta por el jardín. El aire olía a tormenta. El cielo, cubierto por un manto gris espeso, parecía aplastar el paisaje entero. Avancé entre los rosales marchitos y las estatuas de piedra que mi abuela tanto adoraba. Cada paso sobre el empedrado resonaba más fuerte de lo normal. Entonces lo escuché. Un ruido seco, como si algo se quebrara dentro. El sonido vino de la sala principal. Me acerqué despacio, buscando el ángulo justo para mirar a través de la las cortinas entreabierta de una de las ventanas. Y ahí estaban. Dos animales —una gallina y algo que parecía un pequeño cabrito— caminaban entre las figurillas de porcelana y los floreros, tirando todo a su paso. Por un segundo pensé que había perdido la razón. —¿Qué demonios...? —susurré. Una gallina sobre una mesita de té. En la mansión más pulcra que conocí en mi vida. Definitivamente algo andaba mal. Tragué saliva y me forcé a mantener la calma. Nada de pánico, Margareth. Eres la protagonista. Nada verdaderamente malo puede pasarte... al menos no de forma permanente. Rodeé la casa hasta la puerta trasera. La encontré entreabierta. Empujé con cuidado y entré. El silencio dentro era... antinatural. Ni relojes, ni pasos, ni el habitual zumbido de las lámparas mágicas. Solo el ruido de las gallinas y el repiqueteo de la primeras gotas golpeando contra los ventanales. —Abuela... —mi voz se quebró en el aire. Nada. Avancé por el corredor. Todo estaba cubierto de una fina capa de polvo. Las flores del jarrón de la entrada estaban secas, y el reloj del vestíbulo había detenido su tic-tac. No había signos de lucha, ni objetos robados. Solo abandono. Un abandono que se sentía... incorrecto. Salí por la puerta delantera con el pecho apretado. El cochero me esperaba aún, de pie junto a los caballos, intentando inútilmente calmar al más nervioso. —¿Todo bien, señorita? —preguntó al verme. Negué con la cabeza. —No hay nadie dentro... salvo un par de animales. No sé qué pasa, pero algo no está bien aquí. Vamos al pueblo. Necesito respuestas. El hombre asintió, y en pocos segundos el carruaje estaba en movimiento. Mientras nos alejábamos, miré por última vez hacia la mansión. Una de las cortinas se movió levemente, como si una mano invisible la apartara. El corazón me dio un vuelco. Pero no vi a nadie. Me recosté en el asiento, apretando los puños. —No puede ser —susurré—. Tú no desaparecerías así, abuela. Tú no dejarías tu casa... no sin una razón, no sin avisarme. La lluvia comenzó a caer con fuerza, y entre el ruido del agua y el traqueteo de las ruedas, juraría haber escuchado una risa suave, perderse en el viento. RIVEN Creí, honestamente, que por fin podría vivir completamente a mis anchas. ¿Era mucho pedir? Soy el amo y señor de estas tierras. Ahora, no tengo obligaciones directas con el reino. Acabo de pasar de ser el gran príncipe heredero... a casi un rey demonio con poderes que ya aprendí a controlar. ¿Y ahora? Ahora tengo que lidiar con anormalidades que ningún ser mágico ha visto antes. La carta de Su Majestad fue bastante clara —y alarmante: Poblados enteros desapareciendo. Habitantes convertidos en animales. Y yo, por mi cercanía al primer reporte, debía investigar. Qué suerte la mía. —Es realmente extraño —murmura Roduan a mi lado. Insistió en acompañarme, como si una horda de ovejas fuera un peligro incontrolable. —Un registro mágico difícil de identificar —añade mientras recoge una muestra de tierra. —Quien sea que lo haya hecho, es alguien muy poderoso —continúo, más serio—. Una cosa es transformar a una persona... pero convertir un poblado entero en una sola noche... Yo estoy en cuclillas, acariciando la cabeza de un pequeño cordero. No me mira como animal; me mira como... alguien asustado. Estoy seguro de que hasta hace poco era un niño con una familia, con una vida. La mandíbula se me tensa. —¿Crees que fue una bruja? —pregunto, incrédulo. Roduan niega con la cabeza. —No. Esto parece más obra de las Ninfas. Arrugo la nariz. Solo imaginar a esas criaturas revoloteando con esa expresión de "somos superiores a todo lo que respira" me enerva. Caritas bonitas, moral cuestionable. Un clásico. —Bueno, veamos si mis habilidades pueden anular esta maldición —digo poniéndome de pie. Me acerco a un animal adulto —un hombre, quizá un granjero— convertido ahora en una enorme cabra de ojos amarillentos. —Tú serás mi sujeto de prueba —susurro. Su respiración se agita. Da un paso atrás, temblando. —Tranquilo —levanto ambas manos con calma—. Estoy aquí para ayudar. Dejo fluir la energía oscura a través de mis dedos; ondas cálidas, casi líquidas, se forman en el aire. El sello que tatué sobre mi alma vibra con fuerza: soy la fuerza que heredé del inframundo... y el deber que nunca pedí. La magia oscura envuelve al animal. Por un instante, veo una forma humana... un rostro... desesperación... esperanza. Y luego— El hechizo se rompe. Un estallido de energía me empuja hacia atrás. La cabra balan con un sonido grotesco y cae al suelo, mareada. —¡Mi señor! —Roduan corre hacia mí. El corazón me late desbocado. La espalda me arde por el impacto. —Impensable —murmura Roduan con el ceño fruncido—. Su poder supera incluso al de un archimago. Si ni siquiera usted puede revertirlo... Yo miro mis manos. —Hace falta algo—afirmo con una sonrisa que revela mi interés —necesitamos ir de cacería.
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