LIAM
Margareth tomó mi mano y caminamos hacia la pista.
Luce desconcertada, como si no esperara mi invitación.
Cuando llegamos al centro del salón, coloqué una mano en su espalda.
La música empezó, y mientras daba el primer paso, la deslicé hacia su cintura.
Sentí cómo se tensaba.
Sus músculos, bajo el corsé, eran un muro de contención, una frontera.
La sujeté un poco más firme de lo debido y comenzamos a bailar.
—Pensé que bailarías otro par de piezas con Lizzy —comentó en voz baja, apenas un roce de aire contra mi oído.
Sus palabras me irritaron más de lo que esperaba.
Contuve el impulso de fruncir el ceño y respondí con mi mejor sonrisa, la misma que desarma a todas.
—¿Cómo podría hacerlo si mi hernosa prometida me espera?
Ella alzó apenas una ceja. No se dejó engañar.
La respuesta que me devolvió fue una estocada:
—Pero cuando se trata de tu séquito de admiradoras, eso no parece importarte.
¿Acaso crees que no sé de las "muestras de cariño" con Lady Preston?
¿O del rumor de que una mujer sale de tus aposentos casi todas las madrugadas?
El compás me abandonó.
Por un instante, no escuché nada más que el golpe seco de mi propio pulso.
¿Cómo demonios sabe eso?
Me detuve. En seco.
Y antes de que la orquesta pudiera recobrar el ritmo, la tomé del brazo y la saqué del salón.
Las miradas nos siguieron, cuchicheos y susurros entre la nobleza.
No me importó.
Necesitaba hablar con ella. Explicarle que no todo lo que oye es verdad, que ninguna de esas mujeres significa nada.
Y que jamás sería tan canalla como para intentar algo con su hermana menor.
A lo lejos, vi a mis padres.
Mi madre tensó el gesto; mi padre, en cambio, simplemente asintió.
Sabía que me dejaría actuar.
Margareth forcejeó, indignada.
Pero la fuerza estaba de mi lado, y terminé arrastrándola hasta los jardines, lejos del murmullo del salón.
La luna bañaba la fuente central con una luz plateada.
Su reflejo titilaba sobre su rostro, hermoso incluso en la furia.
—Te dije que lucharía por tu afecto —le dije, mi voz más áspera de lo que pretendía—.
¿Por qué no me crees?
Ella se soltó de mi agarre con brusquedad.
Alisó su vestido con manos firmes, buscando recomponer su imagen.
Yo, sin pensarlo, deslicé mis dedos y solté un mechón de su peinado.
Cayó rebelde sobre su mejilla.
Ella me miró con rabia contenida.
—Infantil —me escupió, sin perder la compostura.
No me importó.
De hecho, lo agradecí.
Cada palabra suya era una g****a en su control, y ese control era el muro entre nosotros.
—¿Crees que no noté que te gustaba Lizzy? —añadió, con ese tono sereno que tanto me enfurece.
No entiendo por qué insiste en eso.
¿Acaso se me notó tanto?
Fue un pensamiento fugaz, nada más. Un error que nunca llegué a cometer.
El silencio se volvió insoportable.
La tensión entre nosotros ardía, tangible.
Di un paso hacia ella, sin medir las consecuencias.
La tomé por los hombros y, sin pensarlo, incliné el rostro.
Quise besarla.
Dejar una huella en ella que trastocara su mente y me mostrara una fisura lo suficientemente grande para hurgar en ella.
No era solo deseo. Era la necesidad de marcarla, de recordarle que me pertenece
Aún no podemos casanos, así que tendré tiempo para reivindicarme con ella.
Margareth no podía ser tan distinta a las demás chicas.
Debía soñar con un beso. Su primer beso.
Mis labios estaban a un suspiro de los suyos cuando su mano me detuvo.
Firme. Helada.
—No. —Su voz fue un filo de acero—. Así no son las cosas entre nosotros, Alteza.
Su mirada, dura y brillante bajo la luz de la luna, me atravesó como una lanza.
Por un instante, el mundo se quedó en silencio.
Solo el sonido del agua en la fuente y mi propia respiración quebrada.
Entonces, una risa estrepitosa rompió el aire.
Una carcajada insolente, desubicada, como un trueno en plena ceremonia.
—Entretenida pelea de pareja —dijo una voz que reconocí al instante.
Riven.
Saltó desde la rama de un árbol cercano y cayó frente a nosotros con la elegancia felina que siempre presume.
Se sacudió el polvo del jubón, divertido, y me miró con esa expresión socarrona que me exaspera.
—Margareth —saludó, inclinándose apenas, con una sonrisa de esas que he visto derretir muchas defensas.
Mi atención se desvió hacia ella.
Quería saber cómo reaccionaría.
Margareth fue impecable.
Su rostro no mostró emoción alguna.
Ni sorpresa, ni agrado, ni enojo.
Solo esa calma impenetrable que me hace sentir como si yo fuera el único que arde.
Riven arqueó una ceja, sin darle importancia, y volvió su atención a mí.
En un movimiento rápido, me pasó un brazo por los hombros, acercándose demasiado.
—¿Acabo de escuchar que ni un beso le has dado? —susurró, lo bastante alto para que ella también lo oyera—. Eso habla mal de ti, hermanito. Te creí más... astuto.
Apreté la mandíbula.
Margareth, al escuchar aquello, alzó la cabeza con esa dignidad que hiere.
—Regreso a la reunión —dijo con voz firme, dando un paso hacia el sendero.
Pero la detuve.
Aparté a Riven de mi camino y la tomé del brazo antes de que pudiera irse.
—No hemos terminado de hablar —le espeté.
Se giró lentamente.
Su mirada era hielo.
—Me pediste que te juzgara por tus acciones —dijo, cada palabra precisa, controlada—, y eso estoy haciendo.
Por el momento, no me has dado una sola razón para confiar en ti.
Todo lo contrario.
Intentó soltarse, pero la retuve.
No con violencia, pero sí con desesperación.
—Margareth... —susurré, sin saber si pedía explicaciones o perdón.
Entonces, algo cambió en su expresión.
Sus ojos se encendieron, literalmente.
Sus ojos violeta brillaron mágicamente, tenue pero palpable.
Magia.
Mi brazo se entumeció, mis músculos se negaron a obedecerme.
Quedé inmóvil, como si una corriente invisible me recorriera la piel.
—Que me sueltes —ordenó, su voz vibrando con poder.
La obedecí, sin entender cómo.
El hechizo —o lo que fuera— se disipó, dejándome con el pulso alterado y un escalofrío recorriéndome la espalda.
Riven, que había observado la escena con un interés casi divertido, suspiró.
—Deja que ella se calme —dijo con tono conciliador—. Los dos están demasiado alterados.
Puso una mano sobre mi pecho.
Un destello azul cruzó entre nosotros.
Y antes de que pudiera reaccionar, el jardín desapareció.
El aroma a flores, la fuente, la luna... todo se desvaneció.
Un parpadeo después, estaba en mi habitación.
El aire era denso, cargado de la misma energía que aún vibraba en mi piel.
Riven me había transportado con su magia.
Cerré los puños, furioso y confundido a partes iguales.
Margareth tenía magia.
Y me la había ocultado.