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2793 Palabras
¿Había creído que podría alejarme de mi hija? Jada se detuvo en los escalones del tribunal. Era la voz de su pesadilla más espantosa, una voz que solo había oído en sueños, pero supo que era él, Alik Vasin, el hombre que podría arrancarle el corazón si quisiera, el hombre que podría destrozarle la vida, el padre de su niña. –No sé de qué está hablando –contestó ella mientras subía un escalón. –Cambió la fecha. –Tuve que cambiarla –replicó ella en tono desafiante, aunque fuese mentira. No le parecía mal porque la había dicho para proteger a su niña. Toda su vida había respetado las reglas, pero esa situación no tenía reglas. Solo tenía que conservar a Leena con ella. –Y creyó que como tenía que recorrer medio mundo con tan poca antelación, no llegaría. Es una pena, para usted, que tenga un avión privado. No parecía un hombre que tuviera un avión privado ni que fuese a acudir a una vista en un juzgado. Llevaba unos vaqueros con un cinturón muy ancho, una camisa remangada y arrugada y gafas de sol. Parecía una estrella de rock o algo así. Giró la mano para ajustarse el reloj y mostró el ancla tatuada que tenía en el dorso de la muñeca. Ella se preguntó cuánto dolería eso y cuánto indicaba de él. Era la encarnación del peligro y mirarlo le daba escalofríos. Sin embargo, su evidente falta de respeto por las convenciones hacía que tuviera más confianza en sus posibilidades. Había tenido la custodia de Leena durante un año y ese hombre, su padre, no tenía más derechos que los meramente genéticos. La sangre tiraba mucho, pero los pañales sucios tiraban más y ella había cambiado muchos durante el año pasado. –Creo que tengo tiempo de sobra –siguió él mirando el reloj–. Volveré enseguida. –No corra –replicó ella. Jada se sentó en una de las sillas que había a la puerta del juzgado de familia. Le hubiera gustado tener a Leena en brazos, pero su niña estaba con la asistente social. Notó los brazos vacíos. Sacó el móvil del bolso para mantener las manos ocupadas y la cabeza distraída. –Bueno, no me he perdido nada. Ella levantó la cabeza y dejó escapar una maldición. Llevaba un traje n***o sobre su musculoso cuerpo. Transmitía fuerza, poder. Parecía un hombre que podía conseguir lo que quisiera con solo chasquear los dedos, un hombre que derretía a las mujeres con solo mirarlas. En diez segundos había pasado de ser un viajero desaliñado a ser James Bond. –Observo que ha decidido vestirse para la ocasión –comentó ella. Él se quitó las gafas y ella pudo ver sus ojos por primera vez. Eran de un color entre azul y gris, como el mar durante una tormenta. –Me pareció lo apropiado –replicó él con una sonrisa. Parecía despreocupado, como si no le importara lo que pudiera pasar. Para ella era lo único importante. Leena era toda su vida, lo único que le quedaba. –Es mi hija –siguió él–. Eso significa que tengo que reclamar mi responsabilidad . ¿Responsabilidad? ¿Eso es para usted? –Es sangre de mi sangre –contestó él en un tono gélido–. No de la suya. –Yo solo la he criado desde que nació, pero eso qué importa, ¿no? –No sabía que existía. –Porque su madre creyó que estaba muerto. ¿Le dijo que iba a marcharse en una misión secreta? Es una de esas cosas que un hombre como usted dice a las mujeres para acostarse con ellas. –Si se lo dije, era verdad. –¿No se acuerda? –preguntó ella parpadeando. –No concretamente –contestó él encogiéndose de hombros. –¿Y estaba en alguna misión? –¿Cuántos años tiene la niña? –¿No lo sabe? –preguntó ella parpadeando otra vez. –No sé nada de todo este asunto. Recibí una llamada cuando estaba en Bruselas y me dijeron que si no venía y reclamaba a una hija que tuve con cierta mujer, perdería los derechos para siempre. Entonces, hice una prueba de paternidad y soy el padre, para que lo sepa. Ayer recibí una carta que me comunicaba que mis derechos de paternidad se rescindirían y que alguien adoptaría a la niña si no llegaba a una vista que se había cambiado de fecha y que se celebraba hoy. –Tiene un año, acaba de cumplirlo. ¿Dónde estaba usted hace poco más de un año? –Cerca de aquí. Estaba en Portland atendiendo un asunto. –Ah... Un asunto... –replicó ella poniendo los brazos en jarras. –No puedo decir qué asunto en concreto. Afortunadamente, era unos de esos hombres con los que nunca había tenido relación. Se había casado demasiado joven y su marido había sido íntegro. No creía que hombres como ese, hombres que iban de cama en cama indiscriminadamente, existieran fuera de las películas. –Puedo imaginármelo. Yo he estado cuidando al fruto de ese asunto. –Un valor añadido para mi viaje –replicó él arqueando una ceja–. No soy un turista s****l. –Es usted muy directo, ¿no? –preguntó ella parpadeando y sonrojándose. –Y usted es muy suspicaz e increíblemente sentenciosa. Además, no estaba acostumbrada a tratar con personas que hablaban con esa naturalidad de su mal comportamiento. Parecía llevarlo como una medalla. –Ha venido a arrebatarme a mi niña, ¿qué reacción espera que tenga? Él miró alrededor. Eran las dos únicas personas de la antesala. –La verdad es que no había previsto que tendría que quedarme a solas con usted. –Pues tendrá que hacerlo. Dígame una cosa, ¿para qué quiere un bebé un hombre que viaja por todo el mundo haciendo sabe Dios qué? ¿Tiene esposa? –No. –¿Tiene más hijos? –No, que yo sepa –contestó él con una sonrisa que a ella le pareció atrevida–. Evidentemente, estas cosas pueden sorprenderle. –Como a casi todo el mundo, señor Vasin –replicó ella en tono cortante–. ¿Por qué la quiere? Era una buena pregunta y no sabía la respuesta. Solo sabía que si se marchaba sin conocerla y la dejaba para que se abriera camino en la vida como había tenido que hacer él, el infierno se le quedaría pequeño. Había pensado en no hacer caso de la llamada y no acudir a la vista, pero cada vez que lo pensaba sentía una punzada de remordimiento, algo que no sabía que tenía. No quería a la niña especialmente, pero se daba cuenta de que tampoco podía abandonarla. –Porque es mía –contestó, porque era la única respuesta que tenía. –No es un buen motivo. –¿Por qué la quiere usted tanto, señorita Patel? No es su hija, sienta lo que sienta. –¿No? ¿La relación de sangre, aunque sea con un desconocido, es más importante que el cariño recibido? ¿Eso es lo que piensa? Alik la miró. Era todo pasión. También era hermosa y en otra situación quizá hubiera pensado en seducirla. Tenía un resplandeciente pelo n***o, la piel dorada, los ojos del color de la miel y una figura menuda y perfecta, era un conjunto tentador. Sin embargo, en ese momento, también era peligrosa. Casi no le llegaba a la mitad del pecho, pero no le temía. Parecía dispuesta a atacarlo físicamente si hiciese falta. –No es una cuestión sentimental. Soy su padre y usted no es su madre. –¿Cómo se atreve? –preguntó ella retrocediendo como una serpiente dispuesta a atacar. –Señor Vasin... Señorita Patel... –una mujer vestida de n***o abrió la puerta y asomó la cabeza–. Pueden pasar. «Teniendo en cuenta que el señor Vasin está presente y en plenas facultades mentales, y teniendo en cuenta que se ha sometido a una prueba de paternidad que ha demostrado que es el padre, no encontramos motivos para privarle de la custodia de su hija». Jada se repetía la sentencia una y otra vez. El juez lo lamentaba y los asistentes sociales, también, pero no había ningún motivo para que Leena no se quedara con su padre. Además, que su padre fuese multimillonario tuvo algo que ver. Ella no tenía un cónyuge que la mantuviese y su única fuente de ingresos era el seguro de vida de su difunto marido, que, si bien era considerable, no eran mil millones de dólares. Eso, unido a la prueba de paternidad que demostró que fue víctima de un malentendido, supuso que ella se quedara sin fundamento jurídico. Para ella, sin embargo, tenía el único fundamento que importaba, aunque no le importara a nadie más. En ese momento, Leena estaba con Alik Vasin para que se conocieran. No se podía permitir que ella estuviera con Leena. Tenía riesgo de fuga. Algo que todo el mundo lamentaba también. Se apoyó en la pared del pasillo para tomar aire, pero se asfixiaba por mucho que tomara. Se preguntó si también habría dejado de latirle el corazón. Le flaquearon las rodillas y fue deslizándose hasta que acabó sentada con las rodillas pegadas al pecho sin importarle que llevara falda y pudiera vérsele algo. No soportaba esa sensación que conocía muy bien, que la remontaba a unos vaqueros viejos, a la conmoción, al dolor, la pérdida... Haber perdido a Sunil a los veinticinco años fue doloroso, injusto e inesperado. Lo más doloroso había sido sobrellevar el estar sola cuando toda su vida se había apoyado en sus padres primero y en su marido después. Todavía estaba sufriéndolo. No era justo que, además, perdiera a Leena. ¿Qué quedaba para que la dejaran vacía, sin nadie que se ocupara de ella ni nadie de quien ocuparse? Además, ¿qué debería hacer consigo misma? Un sollozo se abrió camino en su garganta y se estremeció. La gente pasaba intentando no mirarla mientras se desmoronaba en el vestíbulo del tribunal. Le daba igual que unos desconocidos creyeran que se había vuelto loca. Seguramente lo estaba y le daba igual que se sintieran incómodos por presenciar su dolor. Eso no era nada en comparación con tener que soportar el dolor que sentía. –Señorita Patel... Esa voz otra vez. Levantó la mirada y vio al hombre que le había arrebatado a su niña. Si no desató toda su furia en esos ojos grises como una tormenta, fue por Leena, quien se retorcía entre sus brazos para intentar alcanzarla. La miró fijamente para recordarla con todo detalle. Se levantó lentamente y extendió los brazos. Leena quiso abalanzarse sobre ella y Alik no tuvo más remedio que entregársela. La estrechó contra sí y Leena se aferró a ella. Cerró los ojos y aspiró ese olor único y maravilloso de los bebés. Ya no se desmoronaba, podía respirar otra vez y el corazón le latía al ritmo de siempre. –¡Mamá! –exclamó la niña con júbilo y alivio. Jada se hizo añicos por dentro. –No pasa nada –dijo ella por sí misma, no por su hija–. No pasa nada. –No le caigo bien –comentó Alik entre incrédulo y asustado. –Es un desconocido. –Soy su padre –replicó él como si a una niña de un año le importara la genética. –No le importa lo más mínimo el parentesco. Yo soy la única madre que conoce. –Tenemos que hablar. –¿De qué? –De esto –contestó él con la voz ligeramente quebrada y perdiendo parte de su encanto natural–. De lo que tenemos que hacer. Ella no supo lo que quería decir, solo sabía que tenía a Leena en brazos. –¿Dónde? –En mi coche. Tiene preparada una sillita para niños. –De acuerdo. Acompañarlo debería resultarle raro porque no lo conocía, pero el juez tampoco había encontrado ningún motivo para que no fuese un padre apto y eso significaba que la niña se iría con él. Por eso, no podía dudar en acompañarlo al coche. Tragó saliva. Ella era la única que podía cambiar las cosas y pasaría con Leena cada segundo que pudiera. Lo siguió fuera del tribunal. Él sacó el móvil y habló. Ella no reconoció el idioma. No era ni ruso ni inglés ni indio, los que ella sabía. Una limusina apareció al cabo de unos segundos y él abrió la puerta trasera. –Puede entrar... Colocó a Leena en la sillita y se sentó justo al lado de ella. No había querido arriesgarse a que él se largara mientras rodeaba el coche. Quizá fuese una paranoica, pero nunca se era demasiado paranoica en situaciones como esa. El lujo del coche le impresionó y, además, tenía una cubeta de plata con hielo y una botella de champán. ¿Había pensado celebrar la victoria? ¿Había pensado brindar por haberse quedado con la niña? Quiso abofetearlo. –¿De qué quiere hablar conmigo? –preguntó ella en tono cortante. Él cerró la puerta y se sentó. –¿Una copa? –No. ¿De qué quiere hablar? –¿Cómo conoció a la madre de la niña? –Leena. Se llama Leena. –¿Qué nombre es ese? Un nombre indio. Se llama así por mi madre. –Debería tener un nombre ruso. Yo soy ruso. –Yo soy india y es mi hija. Además, es usted muy arrogante por creer que puede llegar, quedarse con mi hija, separarla de su hogar y su madre, y, encima, cambiarle el nombre. –No voy a cambiarle el nombre –replicó él arqueando las cejas–. No está mal. –Gracias. Ella se maldijo por ser tan cortés. No debería darle las gracias, debería darle un mazazo. –Muy bien –él se puso recto–. ¿Cómo conoció a la madre de Leena? –A través... de una agencia de adopción. Me dijo que el padre del bebé estaba muerto y que ella no podía criar a la niña. Fue una adopción... parcial. Ella podía elegir a la persona que quería que se hiciese cargo de la niña. No fue fácil para ella, pero le pareció bien. Se acordó de su mirada cuando le entregó a Leena. Estaba triste y cansada... y aliviada. –¿Y la adopción? –Normalmente, se formalizan a los seis meses. En Oregón la madre biológica no puede firmar los documentos hasta después del nacimiento, lo cual lo alarga un poco. En nuestro caso, se alargó más porque... dijo que el padre estaba muerto, algo que no estaba confirmado. Tenía su nombre, pero usted no constaba como muerto ni se le podía encontrar para que renunciara formalmente a sus derechos. Además, no ha pasado suficiente tiempo para declararlo ausente. –Entonces, me encontraron. –Efectivamente. –Lo siento por ti, Jada –dijo él sin parecer que lo sintiera en absoluto–. Sin embargo, Leena es mi hija y no puedo desaparecer y dejarla a un lado. –¿Por qué? ¿Porque se siente dominado por el amor y un lazo paternal? –No. Porque lo que hay que hacer es ocuparse de la familia. Es la única familia que tengo. En otras circunstancias, habría tenido lástima de él, pero, en esas, no sintió nada. –Ocuparse de ella significaría dejarla conmigo –replicó ella. –Entiendo que pienses eso –él miró por la ventanilla–. No le gusto, llora cuando la tomo en brazos, y, sinceramente, no tengo tiempo para ocuparme todo el tiempo de una niña. –Entonces, ¿por qué ha venido? –Porque la otra alternativa era desentenderme de ella y eso no me cabe en la cabeza. –Entonces, ¿qué va a hacer? ¿Contratar niñeras? –Eso era lo que había pensado. ¿Quieres ser la niñera de Leena? –¿Qué...? No podía estar hablando en serio. ¿La niñera de su hija? ¿La empleada de un hombre que estaba arrebatándole todo? Ser madre se había convertido en su razón de ser y Leena se había convertido en todo su corazón. ¿Quería que fuese una empleada a la que pudiera despedir cuando lo considerara oportuno? –¿Me ha pedido que sea la niñera de mi hija? –Como acaba de declarar el tribunal, no es tu hija. –Si repite eso otra vez, le... –Depende de ti. Puedes agarrarte a tu orgullo si quieres, pero estoy dándote la oportunidad de que veas a tu hija, de que sigas formando parte de su vida. –¿Cómo puede hacerme esto?
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