9. El odio de un Visconti.

1058 Palabras
El chirrido de la puerta despertó a Bianca de un sueño inquieto. Apenas había logrado cerrar los ojos, agotada por el frío y el miedo. La luz de un farol del pasillo iluminó a un hombre que entró con pasos rudos, arrastrando la sombra de su ira. —Así que tú eres la hija de Palumbo —escupió las palabras con un odio tan denso que parecía llenar la celda. Bianca lo miró con el corazón en la garganta. Era alto, de hombros anchos, con el cabello rubio cenizo despeinado como si ni siquiera se hubiera mirado al espejo o se hubiese pasado las manos por los mechones millones de veces. Sus ojos, enrojecidos de furia, no la veían como a una persona, sino como a un enemigo. —¿Qué… qué quieren de mí? —preguntó ella, con la voz temblorosa. Bianca no entendía por qué él la miraba como si fuera culpable de algo que no cometió. El odio en sus ojos era tan real que la estremecía. —Lo que queremos no importa. Lo que importa es que tu padre va a pagar. Y tú eres la forma más fácil de llegar a él. Bianca frunció el ceño, tratando de reunir coraje. —Mi padre no le ha hecho daño a nadie. La mirada del hombre se encendió, y en un segundo estaba frente a ella. —¡Cállate! —rugió, tan cerca que Bianca sintió el calor de su aliento mezclado con el frío del calabozo—. ¡Tu padre destruyó a mi familia! Ese desgraciado mató a mi padre. —No… no, él no lo hizo. —¿Crees que pueden seguir negándolo? ¡Nadie se burla de un Visconti! Las lágrimas ardieron en los ojos de Bianca, no solo por el miedo, sino por la impotencia. —¡Déjame ir! —gritó, con un hilo de voz rota. —¡Yo y mi familia somos inocentes! Él la tomó del brazo con fuerza, con esa impulsividad que lo definía, y le escupió las palabras que llevaba años guardando: —No creo que sepas saber lo que es perder a un padre de la noche a la mañana y ver cómo tu familia se desmorona mientras que su asesino camina libre por las calles como si nada. Ella, aunque temblorosa, lo enfrenta. —¡Claro que lo sé! —levantó la voz, pero se le quebró al final. —Ustedes me quitaron a mi padre por diez años —sus lágrimas comenzaron a caer. —¡Él no es un asesino! Fue encerrado injustamente, y tu familia lo sabe. Intentó zafarse, pero su fuerza no era suficiente. Él apretó la mandíbula, la rabia ardiéndole en cada vena. —¿Dices que mi familia lo sabe? —Él la sacudió con brusquedad. —Lo único que ellos saben, y que todos vimos, fueron sus manos manchas con la sangre de mi padre. Alguien debe pagar. Y si la justicia no lo hizo, yo lo haré. Bianca lo miró a los ojos, sintiendo que cualquier súplica era inútil, pero aun así no bajó la cabeza. —Si me odias por ser su hija, hazlo. Pero jamás lograrás convencerme de que mi padre es un asesino. Jamás. Se quedó en silencio un instante, no por duda, esa voz apenas valiente no hizo más que avivar su furia. Quería romperla, verla caer, disfrutar el puerto del dolor que su familia le había infligido a los Visconti. No cabía piedad; solo el frío deseo de hacer sufrir a los Palumbo hasta que pagaran por la vida Lorenzo. La furia del hombre se quedó suspendida un instante. El temblor en su mandíbula delataba que estaba a punto de hacer algo que no debía, pero que deseaba y había esperado hacer desde hace tiempo. Un trueno lejano rompió el silencio como una advertencia. El cielo comenzó a rugir; relámpagos rasgaron la oscuridad en destellos blancos que arrancaron sombras en las paredes. Él sonrió, una sonrisa cortante que no era de alegría sino de sentencia. —Ha llegado la hora —dijo, y sus palabras cayeron sobre ella como una sentencia insondable. Bianca no comprendió del todo lo que quería decir, pero la frase se le clavó en el pecho. Un terror la recorrió de arriba abajo; no era solo miedo a la tormenta, era el pavor salvaje ante algo irreparable. Aquella sonrisa y esas palabras le dijeron que su vida, tal como la conocía, había terminado. Él la soltó con brusquedad. Antes de girar hacia la salida, se detuvo apenas en la puerta y, con la voz áspera, dejó caer una última amenaza: —Nos veremos en el infierno. La puerta se cerró tras él con un golpe seco. En el instante en que quedó sola, la lluvia estalló sobre ella como si todo el cielo se desplomara ahí mismo: gotas gordas, furiosas, golpeando el suelo de tierra y creando lodo, del cual terminó embarrada por completo. La joven levantó la cabeza y vio los relámpagos danzar sobre el horizonte; el viento, más helado que antes, le azotó el rostro hasta dejarle la piel de gallina. Al comprender que la tormenta no iba a ceder y que estaba lejos de cualquier ayuda, una certeza gélida la atravesó: aquello sería, quizá, lo último que vería en su vida. Y nunca antes había tenido tanto miedo cómo lo tenía ahora. Se recargó contra la pared de ladrillo fría y se abrazo mientras susurraba: —Papi, mami, lo siento... —su voz tembló, ya no solo por el pavor, sino por el frío. Incluso sus dientes castañeaban sin control. —No quiero que se preocupen por mí, yo estaré bien... —murmuró lo último. Deseaba eso, aunque en cierto forma no la podían escuchar, más quería oírse a si misma, creé que esto solo era un mal sueño, y abriría los ojos y despertaría en su cálido hogar. Pero estaba muy lejos de estarlo. Solo le quedaba pedir que alguien fuera a buscarla y la encontra antes de que terminara hundida, ahogada en el lodo, o enferma gravemente de una pulmonía. Mientras tanto, cerró los ojos y se imaginó todos aquellos bellos momentos que paso con su familia. Todo lo que fue y lo que no, en su mente solo quedaron esas palabras, "por lo menos eso nadie me lo puede arrebatar".
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