La noticia

1392 Palabras
El reloj del vestíbulo marcaba las 11:47. A esa hora, Basilio rara vez abandonaba el edificio. Pero las puertas de cristal de la sede Visconti se abrieron de par en par como un telón, y él cruzó el umbral con paso decidido. Dos de sus hombres a su espalda lo siguieron, atentos como si fueran su sombra. El resplandor del sol del mediodía lo envolvió, obligándolo a entrecerrar los ojos. Llevo su mano dentro de su saco para tomar unas gafas de sol y se las colocó. La calle vibraba con el ruido de la ciudad. Los coches negr0s esperaban en fila; el emblema discreto en la parrilla, dejaban claro a quién le pertenecían. Apenas puso un pie fuera, y se encontró cara a cara con su tío Rafael: el hermano menor de Sylvana. Vestía un traje oscuro, tenía una sonrisa que no llegaba a los ojos, ese aire de familiaridad que había en esa familia. —Basilio —lo saludó con tono grave, mientras se acercaba—. Supongo que ya estás enterado de la noticia. Su sobrino le sostuvo la mirada. La mandíbula de Basilio se tensó. No necesitaba explicaciones; sabía perfectamente de qué hablaba. De la libertad de Palumbo. El nombre que ardía como hierro candente en su memoria. Con un movimiento apenas perceptible, Basilio ajustó el nudo de su corbata oscura; su mirada se puso más gélida. —Sí —respondió, seco. Lo de Palumbo, pensó. El silencio entre ellos se alargó apenas un instante, cargado de algo invisible pero punzante. Rafael se removió incómodo, como si no supiera si seguir hablando o callar. Sabía de sobra que ese tema no le agradaba nada a su sobrino. —No le digas nada a mi madre. Ella se enterará por mí. El tío asintió, apenas. Pero lo que Basilio ignoraba era que su madre ya lo sabía. Rafael mismo había sido quien se lo había dicho esa mañana. Y por primera vez en muchos años, decidió callar ante él. Fingir desconocimiento era más seguro que encender la tormenta que se intuía en esos ojos oscuros. El aire volvió a tensarse, pero Rafael, astuto como era, cambió de tema con un movimiento calculado. —Dime, sobrino… ¿a dónde vas tan temprano? No es propio de ti abandonar tu oficina antes del anochecer. ―¿Me estas cuestionando, tío? ―alzo una de sus cejas. ―No, por supuesto que no, sobrino. ―Levantó las manos en modo de rendición. ―Yo nunca haría algo como eso. Basilio retomó el camino, con el mismo porte implacable, para llegar a su automóvil. Su tío lo siguió, ya que quería averiguar qué iba a hacer su sobrino. Mientras caminaba, pensó en su madre: en cómo esa noticia iba a destrozarla, si es que eso podía ocurrir de nuevo, pues la mujer había quedado completamente deshecha desde hacía diez años, cuando despidió a su esposo en aquel cementerio. Su mente también le llevó a su hermano, Tiziano, y al fuego que todavía tenía en los ojos. A diario veía esa emoción en su mirada, aunque no hablaran de su padre. Tiziano había pasado de la inmadurez a la adultez con un odio palpitante en las venas y en el corazón, y su hermano mayor creía que ese rencor lo había consumido durante años, porque el muchacho —que ahora se había convertido en un hombre— no tenía una vida propia, nada que lo motivara a vivir, salvo las ganas de asesinar al hombre que mató a su padre. Le dolía verlos sufrir, que vivieran ese dolor otra vez, y por ello es que no podía quedarse sentado sin hacer algo. Uno de sus hombres abrió la puerta trasera con gesto respetuoso para él. Apoyo la mano en el borde del marco y le echo una mirada a Rafael, por arriba del hombro. —Me dirijo a la casa del asesino de mi padre. [***] Mansión Visconti El estruendo de la porcelana contra el mármol quebró el silencio del salón principal. Un jarrón se hizo añicos a los pies de Sylvana, y las rosas rojas —sus favoritas— se desparramaron como un charco de pétalos y espinas. Otro jarrón voló después, y otro: la furia tenía la puntería de quien no teme romper lo bello cuando lo bello ya no consuela. Los empleados se quedaron inmóviles en los umbrales, con los ojos clavos al suelo, y sus manos entrelazadas. Sabían que, en ese estado, nadie podía acercarse. Era lo mejor, si no querían conseguir un despido injusto. Francesca, la hija menor, fue la única que entró. Avanzó con cuidado entre cristales y tallos húmedos. —Madre… ¿qué pasa? —preguntó en voz baja, preocupada por ella. Apenas rozó con sus dedos el hombro de Sylvana cuando ella se giró bruscamente. Le clavó los ojos, anegados en lágrimas y en ira contenida. —Pasa que ese desgraciado, el asesino de tu padre —siseó, cada sílaba cargada de desprecio—, ha quedado libre. Debe de andar ahora regocijándose por las calles de Roma, feliz con su familia, mientras yo me siento la mujer más infeliz e impotente de la tierra. Francesca parpadeó, sorprendida; su preocupación aumentó al escuchar aquellas palabras. El impacto le endureció la garganta y, aun así, la voz le salió clara, como un hilo tenso. —No puede ser posible… —Tragó aire. —Bas… ¿lo sabe? —sus ojos se abrieron más, buscando una respuesta en su rostro—. ¿Él te lo dijo? —No —respondió Sylvana, con un filo helado en la voz—. Fue tu tío quien me llamó para contármelo. Francesca negó lentamente con la cabeza, incrédula. —Entonces… Bas todavía no está enterado. —Niña tonta. Por supuesto que él debe de saberlo; debió de ser el primero, solo que no se ha atrevido a contármelo. Pero me va a oír cuando llegue. —Madre, no seas dura con mi hermano; él solo quiere protegernos… —¡Calla, niña! —la interrumpió su madre con un grito—. No estoy para sermones. Tengo que tener la mente fría y tú solo me quitas tiempo con tus palabrerías absurdas. Francesca se encogió de hombros, guardó silencio y bajó la mirada hacia sus pies. No era tanto respeto lo que sentía por su madre: era miedo, miedo a su ira y al poder que ejercía sobre ella. Con apenas dieciocho años recién cumplidos —edad que iban a celebrar con una gran fiesta, pues también había terminado sus estudios en el instituto—, Francesca vivía bajo la sumisión de su madre. Esa mujer controlaba su vida y su futuro. De hecho, no solo sería una fiesta de cumpleaños lo que se realizaría, sino también un compromiso arreglado. Algo que Francesca no quería que sucediera: no deseaba casarse con un hombre que no conocía, y menos aún sin estar enamorada de él. —¿Qué son esos gritos? —la voz de Tiziano cortó el aire desde el umbral. Entró al salón con su andar tenso y ese gesto adusto que se le había pegado como una sombra; parecía molesto con el mundo. Francesca dio un respingo. —Nada, mamá… —alcanzó a decir ella. Pero Sylvana la interrumpió a tiempo. —Hijo. —Se lanzó hacia él, su orgullo, su favorito, como solía decir Francesca—. Ese desgraciado de Palumbo ha quedado libre hoy. Se refugió en los brazos de Tiziano. El cuerpo de él se tensó por completo; la furia le subió como lava, caliente y peligrosa. Apretó la mandíbula, los nudillos pálidos. —¿Qué has dicho? —inquirió con un tono bajo y afilado, queriendo creer que había escuchado mal—. Ese maldito no puede andar libre por las calles como si nada. Mató a mi padre; como mínimo debería pudrirse en su asquerosa celda. —Pues parece que eso no va a ser posible —soltó un sollozo; y, en parte, exageró, buscando provocar a su hijo y empujarlo a actuar, a la venganza que ambos siempre habían deseado realizar—. Pero no podemos dejar que se salga con la suya, Tizi. —Por supuesto que no, madre —respondió al instante, con la mirada encendida—. No te preocupes: esta vez yo me encargaré de esa basura.
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