Al día siguiente me levanté más angustiado que nunca. Esto había ido demasiado lejos. Mi hermana no solo me ponía erecto, sino que también me masturbaba. ¿Y empapándose en el proceso? ¡Ni hablar! No podía permitir que este horror continuara. Era mi hermanita. Contaba conmigo para protegerla, para ser su hermano, para pasar tiempo con ella, ¿y cómo le pagaba? La hice abusar de mi polla; la manipulé para que creyera que lo disfrutaba; la follé, a lo bestia. Apenas podía soportarlo al mediodía. Para colmo, me envió por correo electrónico nuestros planes para el viernes por la noche —ya que había ganado una de las partidas de póker que jugamos— y esta vez nos inscribió en clases de salsa. Era lo último que necesitaba: que mi hermana presionara su estrecho y virgen ano contra la punta de mi po

