El autobús avanzaba lentamente por las calles mientras Mateo y yo charlábamos, exhaustos pero felices después de un largo día. Nuestras risas llenaban el pequeño espacio entre nosotros, como si todo lo demás no importara. Me sentía ligera, envuelta en ese momento de complicidad que compartíamos.
En medio de una de nuestras bromas, lo miré juguetonamente y, sin pensar demasiado, dije:
—Casémonos.
Mateo se rió, como si pensara que estaba siguiendo el juego, y respondió con un tono relajado:
—Dale, pues.
Pero su expresión cambió rápidamente. Se puso serio, y cuando sus ojos se encontraron con los míos, supe que lo que venía era distinto.
—Valeria, ¿en serio? —me preguntó, ahora con una voz más baja, pero decidida—. ¿Te casarías conmigo?
Mi corazón se detuvo por un segundo. No esperaba
