Han pasado dos meses desde que Noah llegó a nuestras vidas, y aunque no todo era perfecto, empezábamos a encontrar cierta estabilidad en nuestra rutina. El pequeño departamento en Mendoza, que habíamos alquilado por dos años, se había convertido en nuestro refugio, lleno de pequeños momentos de amor y de las responsabilidades que conllevaba criar a un recién nacido. Mateo había conseguido trabajo como cajero en un kiosco bar cerca de casa, mientras que yo me dedicaba a hacer traducciones desde la comodidad del hogar, lo que me permitía cuidar a Noah sin descuidar el sustento familiar. Noah era un bebé tranquilo, pero como todos los recién nacidos, requería atención constante. Los días pasaban entre pañales, horas de lactancia y esos breves momentos en los que, exhausta, lograba cerrar los

