Después de aquel encuentro extraño en la calle, me quedé ahí parada, con el corazón en la garganta, sin saber ni qué pensar. ¿Quién era ese tipo? Sacudí la cabeza para despejarme; no tenía tiempo para eso.
Miré el reloj y el alma se me cayó a los pies: ¡se me había hecho tarde! No me había dado cuenta de cuánto había caminado, perdida en mis pensamientos, y ahora estaba a contrarreloj para mi primer día de trabajo.
Corrí hacia el departamento como si mi vida dependiera de ello, esquivando gente y maldiciendo en voz baja cada semáforo que me frenaba, ¿Cómo demonios había caminado tanto?
Subí las escaleras del edificio de dos en dos, con el sudor pegándome la ropa al cuerpo, cuando abrí la puerta, encontré a Sebastián tirado en el sillón, mirando algo en su celular con esa cara de relajado que a veces me saca de quicio.
—¿Qué te pasa? —preguntó, alzando una ceja mientras me veía entrar como un huracán.
—No tengo tiempo para explicarte —dije, jadeando, mientras revolvía el armario en busca de algo decente que ponerme— me distraje caminando y ahora voy tarde.
Él soltó una carcajada, pero no se movió del sillón, yo, en cambio, me metí al baño a toda velocidad, me di una ducha rápida, rezando para poder alistarme rápido, pero cuando intenté prender el secador de pelo, no funcionó. Lo sacudí, pero nada.
Entonces vi el cable desenchufado y deshilachado en la mesada, y recordé que Sebastián lo había usado la noche anterior para secarse el pelo después de una ducha eterna.
"¡Sebastián, te voy a matar!" pensé, mientras me pasaba las manos por el cabello mojado, resignándome a que se secara al viento. me puse lo primero que encontré: una falda negra ajustada y una blusa blanca que, con suerte, me haría ver profesional, me miré al espejo, y salí disparada hacia la puerta.
—¡Suerte, loca! —gritó Sebastián desde el living, pero yo ya estaba bajando las escaleras otra vez.
Bajé corriendo a la estación de subte en Callao, esquivando a los porteños que caminaban como si el mundo no tuviera apuro, y justo al llegar a la entrada, sentí un crujido bajo mi pie.
Miré hacia abajo y vi el taco de mi zapato derecho partido en dos, colgando como una bandera de rendición, me quedé ahí, con el taco roto en la mano, mientras la gente me pasaba por al lado mirándome como si fuera una turista perdida.
—¡No me puede estar pasando esto! —dije entre dientes, pero no había tiempo para lamentarse, me saqué los zapatos, los metí en mi bolso, y seguí caminando descalza por la vereda, sintiendo el asfalto caliente y sucio bajo mis pies.
Cada paso era humillante, pero no iba a dejar que eso me frenara, tenía que llegar a Duvall & Asociados, mi nuevo trabajo, y no podía permitirme llegar tarde el primer día.
Tomé el subte hasta la estación Pellegrini, cuando salí, corrí las últimas cuadras hacia la Duvall Tower, entré al lobby descalza, con el bolso en una mano y la dignidad en la otra, e ignoré las miradas de los guardias mientras me metía al ascensor.
Subí al piso 20, rezando para que nadie notara mi estado desastroso, y cuando las puertas se abrieron, salí disparada por el pasillo como si me persiguieran.
Doblé una esquina a toda velocidad, con la carpeta de mi currículum y los documentos de ingreso apretada contra el pecho, y entonces... ¡pum! Choqué contra alguien con tanta fuerza que sentí el impacto en los huesos.
La carpeta se me escapó de las manos y los papeles volaron por el aire, esparciéndose por el pasillo, perdí el equilibrio, segura de que iba a terminar en el suelo, pero antes de caer, una mano fuerte me agarró de la muñeca y me sostuvo con firmeza.
Levanté la vista, todavía aturdida, y me encontré con esos ojos azules que había visto en la calle, era él, el desconocido del encuentro raro, el que me había mirado como si me conociera de alguna vida pasada. Ahora me tenía sujeta, su agarre era cálido, y por un segundo, no supe qué decir. Su cuerpo estaba demasiado cerca del mío, y podía sentir el calor que desprendía a través de su traje impecable.
—Tú otra vez... —murmuró, con una voz baja que me hizo estremecer, había algo en su tono, algo de sorpresa y diversión, que me descolocó por completo.
Yo, todavía mareada por el choque y furiosa por el día que estaba teniendo, me solté de su mano con un movimiento brusco.
—¡Podrías mirar por dónde caminas! —exclamé, sin pensar en lo que decía ni en quién era, solo quería descargar la bronca que llevaba acumulada desde que se me había hecho tarde para el trabajo.
Él me miró fijamente, y por un instante, pensé que se iba a enojar, pero no, en lugar de eso, una sonrisa apenas perceptible se dibujó en sus labios, como si mi comentario le hubiera hecho gracia, antes de que pudiera decir algo más, una voz conocida me sacó del trance.
—Señor Duvall, lo estaba buscando, aquí está nuestra nueva asistente.
Era Martín Gallardo, mi jefe directo, que acababa de aparecer en el pasillo con una cara de pánico que no entendí al principio, entonces, sus palabras se asentaron en mi cabeza como un balde de agua fría.
¿Señor Duvall? ¿El tipo con el que había chocado y al que le había hablado como si fuera un peatón cualquiera era Lisandro Duvall, el CEO de la empresa? Sentí que la sangre se me escapaba del cuerpo y se me acumulaba en los pies.
Lisandro giró la cabeza hacia Martín, pero sus ojos volvieron a mí casi de inmediato, había una chispa en su mirada, algo que no podía descifrar, como si estuviera evaluándome.
—Interesante elección —dijo con un tono tranquilo, casi demasiado calmado, mientras me miraba de arriba abajo.
No sabía si estaba en problemas o si él estaba jugando conmigo, Martín, claramente nervioso, me hizo un gesto para que lo siguiera, pero antes de que pudiera moverme, Lisandro se inclinó hacia mí, acercándose tanto que sentí su aliento cálido contra mi oreja.
—Espero que seas tan buena en tu trabajo como en los comentarios sarcásticos —me susurró, y su voz me recorrió como una corriente eléctrica.
Me quedé helada, con un escalofrío subiéndome por la espalda, no supe qué responder, es más, ni siquiera si debía responder, él se enderezó, me dedicó una última mirada que me dejó temblando, y se alejó por el pasillo, tranquilo, como si nada hubiera pasado.
Martín me llamó otra vez, con un tono que sonaba a súplica.
—Valeria, por favor, ven a mi oficina.
Lo seguí, todavía atontada por lo que acababa de pasar, mi mente era un torbellino: ¿Qué acababa de hacer? ¿Cómo podía haberle hablado así al dueño de la empresa en mi primer día? Y, sobre todo, ¿Qué había sido ese susurro? Sentía su voz resonando en mi cabeza, y cada vez que lo recordaba, algo en mi estómago se retorcía.
En la oficina, Martín me hizo sentar y empezó a explicarme mis tareas: archivar documentos, responder mails, coordinar reuniones, mis funciones empezarían de a poco, debía aprender antes de poder hacerme cargo de alguna campaña publicitaría, era mejor eso a nada, mi jefe hablaba rápido, como si quisiera borrar lo que había pasado en el pasillo, pero yo apenas podía prestarle atención.
Mi cabeza seguía en esos ojos azules, en esa mano fuerte que me había sostenido, en ese comentario que no sabía si era una amenaza o una provocación.
El resto del día pasó como en una nebulosa, hice lo que pude para seguir las instrucciones de Martín y no meter la pata más de lo que ya lo había hecho, pero estaba agotada, no era solo el cansancio físico de haber corrido por media Buenos Aires descalza; era la tensión de ese encuentro, la sensación de que algo había cambiado y no sabía qué era.
Cuando salí de la Duvall Tower al atardecer, el ruido de los colectivos llenaba la calle, me subí al subte de vuelta al departamento, apretujada entre la gente, y traté de ordenar mis pensamientos, había sobrevivido a mi primer día, pero a qué costo, eso todavía no lo tenía claro.
Esa noche, llegué al departamento y tiré el bolso en la entrada con un suspiro que parecía sacarme el alma, Sebastián estaba en la cocina, abriendo una botella de vino tinto y tarareando una canción que no reconocí.
—¿Y? ¿Cómo te fue en tu gran debut? —preguntó, sirviéndome una copa sin que se lo pidiera.
Me dejé caer en el sillón y tomé la copa como si fuera mi salvavidas.
—Fue un desastre total —dije, y le conté todo: el secador muerto por su culpa, el taco roto en el subte, y el choque épico con Lisandro Duvall, el CEO al que había insultado sin saber quién era.
Sebastián escuchó con los ojos bien abiertos, y cuando terminé, soltó una carcajada tan fuerte que casi se atraganta con el vino.
—¿Sabés qué significa esto, no? —dijo, todavía riendo— ese tipo no está acostumbrado a que le respondan así, te va a prestar atención, Valeria. Te lo digo yo.
Fruncí el ceño y di un sorbo al vino, que me calentó la garganta.
—Eso es exactamente lo que no quiero —respondí, tajante, aunque mientras lo decía, una parte de mí se traicionó sola, porque, en el fondo, había algo en esa mirada de Lisandro, en la manera en que me había hablado, que me hacía querer saber más, era como si me hubiera desafiado, y yo, aunque no lo admitiera ni muerta, estaba empezando a sentir la tentación de recoger el guante.
Pero no, me dije a mí misma, sacudiendo la cabeza. tenía que concentrarme en mi trabajo, en construir mi vida en Buenos Aires, en no arruinar todo por un hombre que probablemente se olvidaría de mí al día siguiente, definitivamente Lisandro Duvall era un problema que no necesitaba.