El silencio que sigue es denso. Él me mira como si yo fuera un insecto atrevido. Y yo, a pesar de la ira, siento una náusea de impotencia: claro que quisiera matarlo, pero él tiene poder y yo, por ahora, solo tengo la culpa de haber entrado a esto.
Me muerdo la lengua para no soltar un discurso que lo degrade. En vez de eso, hago lo único que puedo: me giro y salgo de su oficina. La puerta se abre y se cierra tras de mí como la tapa de un ataúd.
Corro. Corro con la sensación de que el suelo podría tragarse mis tacones en cualquier momento. Llevo mi bolso como un ancla, me aprieta y me recuerda que la vida no es un sueño; que mi hermana me reclamará por llegar tarde, que mis padres necesitan que yo aporte algo. Mis piernas queman, y el edificio, esa torre de cristales y promesas vacías, se convierte en una marea que quiero dejar atrás.
Entro en el ascensor con cinco pisos por debajo y seis personas que me miran con curiosidad. El timbre suena como si marcara la cuenta regresiva de mi buena reputación. Camino deprisa, y de golpe, el destino me juega una mala pasada: un paso mal calculado de mis zapatos y caigo de panzazo, con el bolso que me arrastra y me sonríe la vergüenza en plena cara.
Mi grito suena ridículo: agudo, corto, como el de una muñeca a la que le rompieron la cuerda. Me quejo del dolor, más por la humillación que por la caída. Una rodilla me duele, pero al menos no sangra. Respiro con violencia, las mejillas calientes, la cabeza zumbando.
—¿Te ayudo? —oigo una voz profunda, y todo se ralentiza.
Cierro los ojos con fuerza porque, por un segundo, espero encontrarme otra vez frente al presidente perverso. Pero cuando abro los párpados, siento dos manos fuertes en mis brazos; las manos son firmes y cálidas, me sostienen como si yo fuera de cristal.
Me pongo de pie con torpeza. Él no suelta el agarre hasta que mi equilibrio está arreglado. Hago una mueca y digo lo primero que sale:
—Gracias —mi voz suena rota, poco convincente—. Fue un accidente. Qué torpe soy.
Levanto la mirada y me quedo clavada. Sus ojos son azul oscuro, profundos, como un mar que no sabes si es cálido o peligroso. En el instante en que los veo, mi cuerpo decide traicionarme: un temblor que no es del todo por el golpe me recorre la columna. Me doy una bofetada mental; ¿cómo puedo estar fijándome en un hombre ahora mismo, cuando acabo de escapar del asco más grande de mi vida?
Me doy un paso atrás, en un intento ridículo de poner distancia, aunque mi bolso todavía presiona en mi espalda. Él me observa, con una calma que me desarma, igual que la violencia del presidente me había sacudido antes.
Está vestido con traje impecable, la chaqueta le queda de forma magnífica, el corte perfecto que deja ver que no es de los que compran ropa al azar. Es alto, mucho más que yo, mido 1.67 y él debe rondar el 1.85, ancho de hombros, con el cabello n***o azabache levemente suelto hacia atrás. En su porte hay algo bien medido, de esos hombres que no gritan, pero que imponen.
—¿Estás bien? —pregunta con esa voz ronca que me hace erizar la piel otra vez.
¡Basta! Me digo a mí misma. ¡No puedes caer en esto ahora! Pero mi ego, herido por lo que viví, quiere compadecerse de mí. Quiero que alguien me diga que no fue mi culpa, que lo que pasó no me define. Quiero llorar y, en esa necesidad, su voz suena como una cuerda de salvación.
—Sí —toso, intentando sonar contundente—. Estoy bien. Solo me tropecé.
Él inclina la cabeza, como si evaluara la sinceridad de mi palabra. No sonríe, no intenta nada. Solo me ayuda a comprobar que mi rodilla está intacta y a recoger una de mis flores de sushi que había rebotado hacia el borde del ascensor (no sé por qué me da risa esa imagen absurda y casi lloro).
En ese momento mi teléfono suena como si tuviera su propio latido. Veo la pantalla: “Victoria”. Ella es mi hermana. Siento que se me cae el alma al suelo. No tengo ganas de responder, pero tampoco quiero que mi hermana imagine lo peor. Pienso en colgar de inmediato, pero la curiosidad gana: ¿cómo explicar esto?
—Gracias —le repito al hombre.
Él me mira como si hubiera algo más en ese “gracias”, como si quisiera descifrar mi historia en diez segundos.
Cuando el ascensor llega a la planta baja y las puertas se abren, doy un paso fuera con la intención de desaparecer.
—Cuídate —dice en voz baja, y hay una advertencia en esa frase o una preocupación; no sé distinguir aún.
—Lo haré —murmuro y salgo. Su figura queda atrapada en la luz fría del vestíbulo, y la sensación que me deja es doble: alivio por haber salido de ahí, y curiosidad terrible por ese extraño que me sostuvo cuando todo parecía derrumbarse.
*
Corro hacia mi moto sin pensar. La moto está ahí, brillante, lista. La modelo fue un regalo de mi hermana en mi veinticinco aniversario o tal vez por algún motivo más práctico; no lo sé, pero la amo. El rugido del motor me da vida. Me subo con manos temblorosas, el casco en la mano, y arranco como si huyera de más que un edificio. Huyo de la vergüenza, de la sensación de haber tocado fondo, de la idea de que mi nombre podría mancharse.
El viento me golpea al salir por las calles de Brighton. Las gaviotas chillan y la ciudad se abre ante mí con su mezcla de tiendas bohemias y rostros apresurados. Mi corazón late apretado en el pecho; cada bocanada de aire me calma un poco. Pienso en el presidente y en su oferta asquerosa. Pienso en mi hermana y en cómo la voy a mirar a los ojos cuando la vea.
Las manos se me aferran al manillar con fuerza mientras el mar aparece al final de la avenida. La playa es una línea gris que se confunde con el cielo nublado; el ambiente es fresco y me ayuda a pensar con claridad. Estoy furiosa, pero hay un hilo de risa que se asoma: ¿cómo terminé repartiendo sushi a un presidente pervertido? ¿En qué esquina de mi vida me perdí? Mi mente hace chistes para no colapsar.
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Llegué al restaurante en menos de quince minutos, con el casco aún caliente entre las manos y el corazón que no quería bajar de las sienes. Brighton parecía indiferente: la gente pasaba, la brisa salada movía las banderolas y yo sentía que cada paso hacia Velvet Nights era un hundimiento más profundo en una realidad que no había elegido.
Entré y ya supe que no habría conversación tranquila. Victoria estaba en la entrada con esa mirada de acero que tiene cuando algo no le gusta. Antes de que pudiera soltar palabra, me arrebató el bolso de las manos como si fuera a robarle el último billete de la cartera.
—Vamos —dijo en voz baja, tirando de mi muñeca.
—No —escupí sin pensar—. Tenemos que hablar. Ahora.
Ella apretó la mano con fuerza y su mandíbula se tensó.
—Cállate —me ordenó. Su voz era una cuchilla fina—. No hoy.
Me arrastró hacia dentro, entre mesas pulcras y luces tenues. El restaurante olía a mantequilla, a vino caro y a flores frescas; todo tan perfecto, tan inocente... una mentira bien maquillada. Me empujó por un pasillo que nunca había visto y abrió la puerta pequeña que conducía a lo que ellos llamaban la “administración”. Al cruzar el umbral, una voz grave cortó el aire.
—¡Cierra esa puerta!
La voz era de mujer, afilada, pero con una veta de autoridad que mandaba obedecer sin preguntar. Victoria cerró la puerta con un chasquido y me empujó un poco más adentro. Al encenderse las luces vi a la mujer: rubia, casi peligrosa por lo exagerado del maquillaje, peinada con un corte perfecto; la piel bien cuidada, collares dorados que tintineaban cuando movía la mano. Tenía ese aire de quien ha comprado la buena vida y no tiene intención de soltarla.
—Acércate, nueva —dijo con voz de mando.
Me acerqué a duras penas, con la boca aún seca y el orgullo ardiendo. La observé de pies a cabeza; cada cadena y chapa de oro le daba un brillo castigador. No sonreía, no aflojaba la mirada.
—Me llamo Isabella —dije, con más voz de la que sentía.
—Yo soy Cándida —respondió—. Y tú eres una empleada común y corriente. Antes de que sigamos—añadió, clavando los ojos en los míos—, dime: ¿firmaste el contrato de confidencialidad?
Sentí como si me golpearan el estómago. La palabra contrato picaba en mi memoria como un aviso. Sí. Lo firmé. Con apuro, sin leer, confiando en Victoria y en su sonrisa que todo lo arregla.
—Sí —contesté. —Sí, firmé. Pero eso no sirve de nada si lo que ustedes hacen aquí es putición para no decir la otra palabra. No vine a… a eso.