CAPITULO 01

1952 Palabras
El aire en la ciudad era espeso, pesado y, de alguna manera, demasiado dulce. Podría haber sido la mezcla de lluvia y polvo, pero yo sabía que era la pestilencia de la desesperación. Se pegaba a la piel y se metía en los pulmones, un veneno lento que yo, a diferencia de los demás, encontraba exquisitamente familiar. Era el hedor de la presa, y por muy retorcido que suene yo, Azrael, soy el depredador. Llevaba meses observándola, cada movimiento suyo era una melodía que yo había memorizado. No era una mujer espectacular a simple vista, no era de las que hacía girar cabezas. Su belleza era más sutil, una flor de la noche que solo florecía para unos pocos. Era su inocencia, esa pureza casi dolorosa, lo que me había atraído. Y su secreto. Todos tienen uno, pero el de ella era una obra de arte. La había visto esconderse, la había oído llorar a escondidas, y cada lágrima era un anzuelo que me atraía más y más. Esa noche, la encontré en el mismo callejón de siempre, la lluvia goteando de su paraguas. Su figura se veía pequeña y frágil bajo la luz anaranjada de la farola. Un hombre se le acercó, con la intención de ser un héroe o un villano, no importaba, porque yo ya estaba allí. Me moví sin hacer ruido, una sombra entre otras sombras, y me pegué a la pared de ladrillos. Vi cómo sus ojos se agrandaban con miedo. La dulce presa. El hombre, un simple matón, ni siquiera me sintió. Mi mano se cerró alrededor de su cuello con la delicadeza de una telaraña, pero con la fuerza de un cable de acero. Él luchó por un momento, sus ojos llenos de una sorpresa que se transformó en terror puro. No le di tiempo de gritar. El sonido de un cuello al romperse es inconfundible, una nota áspera en medio de una sinfonía de la noche. Ella no gritó. Apenas jadeó. Sus ojos, anchos y oscuros como la noche, se encontraron con los míos. Mi corazón, una máquina de carne inerte durante años, dio un vuelco. No vi horror en su rostro. Vi una curiosidad aterrada, como la de alguien que ve el abismo por primera vez y no puede evitar inclinarse para mirar. Dejé caer el cuerpo del hombre como si fuera una bolsa de basura. La lluvia golpeaba el pavimento con un ritmo constante, lavando la sangre y el pecado. Di un paso hacia ella, y ella, en lugar de huir, se quedó paralizada. Su paraguas cayó de sus manos, y la lluvia comenzó a empaparle el pelo. —No deberías estar aquí sola— susurré, mi voz apenas audible sobre el sonido de la lluvia. Mis ojos recorrieron su figura, mi mente ya desnudando su alma. —¿Quién eres? — preguntó, su voz un hilo tembloroso que, sin embargo, tenía una extraña firmeza. Sonreí. Una sonrisa que no alcanzaba mis ojos. —Soy tu castigo o tu salvación. — Di otro paso, cerrando la distancia entre nosotros. —El monstruo que vino a buscarte en la oscuridad. — Ella dio uno hacia atrás, pero sus pies se negaron a huir. —Y ahora— continué, la emoción cruda y peligrosa burbujeando en mi pecho. —Es hora de que me confieses tu secreto. La oscuridad del callejón nos envolvió, y yo supe que, a partir de ese momento, la vida de mi pequeña presa y la de este monstruo retorcido estarían irremediablemente entrelazadas. Sus ojos no se apartaron de los míos. El miedo que había visto en ellos se mezclaba con una vulnerabilidad cruda que me hacía querer romper algo. O a ella. Era una línea tan fina que apenas se podía distinguir. La lluvia corría por su rostro, mezclándose con lo que creí ver como lágrimas, pero no lo eran. Era el mismo líquido que lavaba al hombre muerto detrás de mí. —No tengo secretos— susurró, y su mentira sonó tan dulce que por un segundo casi la creí. Casi. —Todos tenemos uno— respondí, mi voz ahora era un ronroneo bajo y peligroso que, para mi sorpresa, no pareció asustarla. En cambio, su barbilla se alzó, desafiante. —El tuyo, sin embargo, te persigue como una sombra. Puedo olerlo, un hedor a culpa que se ha impregnado en tu piel. El miedo regresó a sus ojos, tan profundo que sentí un eco en el vacío de mi pecho. Era el miedo que yo adoraba, el que me hacía sentir vivo. —Estás loco— dijo, y esta vez, su voz temblaba. Una carcajada áspera se escapó de mi garganta. —Sí, mi amor. Y tu inocencia, esa que intentas mantener, es la única cura que conozco. Di un paso más, la distancia entre nosotros era mínima. Mi aliento chocó contra su cara. Su olor, a una mezcla de lluvia y algo más, algo puramente suyo, era embriagador. Mi mano se alzó lentamente, y ella se encogió. El movimiento fue tan sutil, tan lleno de temor, que mi sonrisa se ensanchó. Mi pulgar rozó su mejilla. Su piel era suave, como la de una muñeca de porcelana. Me sentí como si estuviera tocando algo tan sagrado que me moría por profanar. —No te resistas— susurré. —Solo me harás más ansioso por romperte. Sus ojos se cerraron con fuerza, y una lágrima se deslizó por su mejilla. Pero no fue por miedo a mí. Lo supe. Era por su secreto. El peso que ella cargaba. Y yo estaba a punto de tomarlo. —No.… no me hagas daño— dijo, su voz era un ruego silencioso. —El daño ya está hecho— le respondí, mi voz era ahora un murmullo de complicidad. Mi pulgar se movió para secarle la lágrima. —¿No es así, pequeña? —No sé de qué estás hablando— Volví a reírme. — Estoy seguro de que tu secreto es tan retorcido como la inocencia misma que llevas contigo— Me acerque solo un poco más — Pero ahora, tu secreto lo compartirás conmigo. La observe por varios segundos. — Porque un monstruo es el único que puede entender a otro. Le tomé la mano, la suya era tan fría y pequeña que sentí un escalofrío. La entrelacé con la mía, y a pesar de la lluvia y el frío, sentí que mi piel se quemaba. Sus ojos se abrieron, y un último rastro de desafío brilló en ellos antes de que yo la arrastrara lejos del callejón. Lejos de la farola. Hacia mi oscuridad. Y esta vez, no se resistió. La llevé conmigo, pero no me moví rápido. Mis pasos eran lentos y deliberados, casi una tortura para ella, para que sintiera cada segundo de lo que se avecinaba. Ella tropezó una vez, y mi agarre se hizo más firme. No le ofrecí ayuda, no la consolé. Solo la arrastré a mi lado. La lluvia se intensificó, cayendo en torrentes que nos empapaban. Mi ropa estaba mojada, pesada, pero no sentía el frío. Solo la energía que emanaba de ella, una mezcla de terror y una fascinación extraña que me encendía la sangre. Ella seguía sin gritar. Solo la escuchaba jadear, cada aliento una súplica ahogada que me hacía querer sonreír. Llegamos a mi coche, un auto viejo y anónimo aparcado en una calle lateral. No era lujoso, pero era discreto, y eso era todo lo que necesitaba. Abrí la puerta del pasajero y la empujé adentro con una brusquedad que la hizo sobresaltarse. La tela de su vestido se rasgó ligeramente en la orilla de la puerta. Ella se encogió en el asiento, su cuerpo pequeño y tembloroso, mientras cerraba la puerta con un golpe seco. Me senté al volante, encendí el motor y el sonido ruidoso llenó el silencio. No arranqué de inmediato. En cambio, me giré para mirarla. La luz de la luna que se filtraba a través de las nubes le daba un brillo pálido y fantasmal. Sus ojos seguían fijos en mí, esos mismos ojos que no habían visto horror, solo curiosidad. —¿Qué quieres? — Su voz seguía siendo un susurro, pero esta vez, había una pizca de acero en ella. Mi sonrisa se hizo más grande. — Quiero tu secreto, mi amor. Ese secreto que te ha estado persiguiendo toda tu vida. El que te hizo esconderte en ese callejón. Quiero la historia completa. Quiero la verdad que has estado ocultando. Ella bajó la mirada, y vi cómo sus manos se cerraban en puños, las uñas clavándose en las palmas. — No tengo nada que decirte. — Oh, sí que lo tienes— dije, mi voz se hizo más suave, más peligrosa. Me incliné hacia ella, acortando la distancia entre nosotros. La inclinación de mi cuerpo era una amenaza que no necesitaba palabras. — Y me lo dirás. No hoy. No mañana. Pero un día, cuando estés en mis brazos, me lo susurrarás al oído. Y ese día, yo te diré mi secreto. La razón por la que te elegí a ti. Y la razón por la que te mantendré, te protegeré y te usaré. Para siempre. Puse la mano en el volante, la presión de mi puño era suficiente para arrugar la piel. No le di tiempo para responder. Arranqué el motor y salí a la calle, lejos del hombre muerto, lejos de la ciudad que nos había engendrado. La luna nos iluminó a través de las nubes, y el diablo se rio. El viaje fue silencioso, roto solo por el monótono sonido de las escobillas del limpiaparabrisas barriendo la lluvia del parabrisas. Cada tic-tac era un latido de mi corazón, un recordatorio de que mi presa seguía a mi lado, respirando, viva. No la había secuestrado. No del todo. La había tomado, y eso era un acto de amor en mi mundo. Me detuve frente a una casa de apariencia normal, una en medio de un barrio residencial tranquilo. La luz de la luna apenas la tocaba, y las sombras danzaban en las ventanas. Era mi refugio, mi guarida. La miré, y vi la confusión y el miedo reflejados en sus ojos. Ella no podía entenderlo. No podía entender que un monstruo viviera en un lugar tan común y corriente. Apagué el motor, y el silencio fue ensordecedor. — Sal— ordené, mi voz era baja y llena de autoridad. Ella no se movió. Su cuerpo estaba tenso, sus manos todavía cerradas en puños en su regazo. La miré, mi paciencia se agotaba. — No me hagas repetirlo— dije, la amenaza en mi voz era un depredador a punto de atacar. Lentamente, como si sus extremidades estuvieran congeladas, abrió la puerta y salió del coche. La lluvia la empapó de nuevo, y me di cuenta de que su vestido, su cabello, su piel... todo estaba mojado. No me importó. El calor que emanaba de mi pecho era suficiente para los dos. La guié hacia la puerta principal, el sonido de nuestros pasos era el único ruido en la noche. Abrí la puerta, y una ola de aire cálido y seco nos envolvió. La empujé adentro, y ella tropezó, cayendo sobre el felpudo. No la ayudé a levantarse. En cambio, cerré la puerta con llave, y el sonido metálico del cerrojo resonó en la casa. Me agaché a su nivel, y la obligué a levantar la cabeza. Sus ojos seguían fijos en los míos, una mezcla de miedo, confusión y una extraña... resignación. — Bienvenida a casa— susurré, la palabra 'casa' era un veneno en mi boca. — Aquí, mi amor, no hay reglas. No hay mentiras. No hay escape. Y, sobre todo, no hay secretos.
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