CAPITULO 07

1302 Palabras
Me desperté en un silencio que se sentía más denso que la oscuridad de la noche. El sol se filtraba por las cortinas, pintando rayas doradas en el piso de madera pulida. Estaba sola. La ausencia de Azrael era un vacío que me hizo temblar, no de miedo, sino de una extraña soledad. La noche anterior se sentía como un sueño febril, un torbellino de sangre, secretos y la confesión que selló mi destino. Pero el sabor del café y la textura de la seda en la que me había envuelto eran una prueba de que no había soñado nada. Estaba en su infierno. Y, de alguna manera, ya no quería salir de él. Me levanté y caminé hacia la ventana, el camisón de seda era una segunda piel. Mi reflejo en el cristal era una extraña. La chica que conocía había desaparecido, reemplazada por una mujer cuyos ojos estaban llenos de una mezcla de horror y una extraña y oscura fascinación. La luz del sol me golpeó, y en un instante, mi mente se disoció. La luz, el calor… me transportó a un lugar que había enterrado bajo capas de miedo y culpa. Un lugar al que nunca había querido volver. Mi mente se fue a un recuerdo de mi niñez, era un día de sol, de esos que te hacen sentir libre. El recuerdo comenzó en mi habitación, un espacio tan prístino y perfecto que se sentía como una jaula de cristal. Elías se encontraba allí, sentado en el suelo, rodeado de mis juguetes. Tenía dieciséis años, y yo, diez. Él no jugaba con ellos; los organizaba. Era un ritual. Ponía los muñecos en filas perfectas, los coches de juguete alineados por tamaño y color. —No te muevas, Zahria— susurró, su voz era un murmullo que se perdía en la intimidad de la habitación. —Las cosas tienen que estar en su lugar. Las personas tienen que estar en su lugar. Así, nadie nos hará daño.” Lo miré, sus ojos, llenos de una intensidad que me asustaba y me atraía a la vez. Él me miraba como si yo fuera un juguete más, una posesión que debía proteger de la suciedad del mundo. Mi mundo era Elías. Mi vida era la que él había construido para mí. No tenía amigos. No tenía nada más que a él. Un día, mi madre, una mujer de corazón roto que se había dado por vencida con nosotros, me regaló un pequeño libro de cuentos de hadas. Era viejo, las páginas amarillas, las cubiertas desgastadas. Elías no lo aprobó. —Es basura—susurró, la voz llena de una rabia que me hizo temblar. —Las historias son una mentira. La vida es una cosa seria. No hay finales felices. Solo hay finales. Yo, en mi ingenuidad, le rogué que no me quitara mi única posesión. “Es solo un libro, Elías,” le susurré, mi voz temblaba. Él me miró con una frialdad que me heló la sangre. — No es solo un libro, Zahria. Es una mentira. Y las mentiras… nos destruyen. Me arrebató el libro de las manos. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Corrí a mi cuarto y me escondí debajo de mi cama, el sonido de las páginas rasgándose un eco de mi corazón. Me cubrí los oídos, pero no pude escapar. El sonido de mi libro, de mi única posesión, destrozada, era la única verdad que existía. El recuerdo se desvaneció, y volví al presente. Me miré en el espejo, el reflejo de la chica que se había roto con su libro de cuentos de hadas. En ese momento, comprendí una verdad que era tan simple como brutal: Elías no era mi protector. Él era mi carcelero. Y yo, en mi desesperación, me había liberado. Azrael no era una amenaza. Era una revelación. Él no me había prometido un mundo de mentiras y cuentos de hadas. Me había prometido la verdad. La sangre que él había derramado era una prueba de que él no era un hombre de mentiras. Él era un hombre de acción. Y yo, Zahria, no era una víctima. Era una sobreviviente. Y mi supervivencia, mi amor, mi alma, le pertenecían. Me miré en el espejo, y vi un reflejo de Azrael en mis ojos. No era el miedo. Era la misma frialdad que yo había sentido cuando maté a mi hermano. Y supe que, a partir de ese momento, ya no era la chica del callejón. Ahora era la reina de la oscuridad. Y mi reino, mi amor, era el que él había construido para mí. Me quedé en mi habitación, el sol de la mañana ya no era un bálsamo, sino una luz que exponía cada rincón de mi jaula. Mis ojos se posaron en mis manos, esas mismas manos que, en el recuerdo, se habían cerrado sobre el pequeño libro de cuentos de hadas. La memoria se extendió, el tiempo se derritió, y me encontré años después, una adolescente cuya sed de libertad era una fuerza imparable. Elías, por su parte, había perfeccionado su papel de carcelero. Su amor se había vuelto más asfixiante, sus reglas más inquebrantables. A los dieciocho años, el mundo se me abrió en una forma que Elías nunca podría haber controlado. Un chico, del vecindario, se fijó en mí. Se llamaba Mateo. Él era la encarnación de la libertad, de la luz que yo anhelaba. Hablábamos en secreto, en las tardes, cuando Elías creía que yo estaba estudiando. Nuestras conversaciones eran un refugio, un escape de la asfixia de mi vida. Me hablaba de la universidad, de viajes, de una vida que yo solo conocía en los libros. Elías lo supo. Él lo sabía todo. Su paranoia era un monstruo. Un día, llegué a casa, y mi habitación estaba en silencio, en una quietud que me heló la sangre. Elías me esperaba. En sus manos, no tenía un libro destrozado, sino mi diario. El diario en el que yo había escrito cada palabra, cada sueño que había compartido con Mateo. Él no me gritó. No me golpeó. En cambio, me miró con una frialdad que me hizo temblar. —Lo hiciste, Zahria— susurró, su voz era un murmullo de traición. —Me traicionaste. Buscaste el mundo que te dije que te destruiría. Y ahora, ahora he encontrado al que te contaminó. Mis manos se cerraron en puños. Le rogué que no le hiciera daño. Le rogué que me escuchara. Pero él, en su locura, solo veía una cosa: la traición. —No te preocupes, hermana— susurró, su sonrisa era una promesa peligrosa. —Nadie te separará de mí. Nadie te alejará de mi protección. Ahora, mi amor, mi único amor, vas a vivir conmigo para siempre. Nadie te va a tocar. Nadie te va a hablar. Serás mía. Para siempre. El recuerdo se desvaneció, y volví a la realidad. A la casa de Azrael. A su cama. A la luz de la mañana. Me miré en el espejo, y no vi a la chica que había sido una prisionera. Vi a la mujer que había matado para ser libre. Y en ese instante, en mi soledad, comprendí la verdad. Elías no era un protector. Era un monstruo. Elías, en su obsesión, me había preparado para Azrael. Él, mi hermano, en su locura, me había dado la única herramienta que necesitaba para sobrevivir en este infierno. Me miré en el espejo, y vi una extraña y retorcida calma en mis ojos. No era el miedo. Era la misma frialdad que yo había sentido cuando maté a mi hermano. Y supe que, a partir de ese momento, ya no era la chica del callejón. Ahora era la reina de la oscuridad. Y mi reino, mi amor, era el que él había construido para mí.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR