Reinaldo sintió que el peso del mundo se asentaba sobre sus hombros. La culpa, ese viejo conocido, volvió a anidar en su pecho. Pasó una mano por su rostro, como si intentara borrar el cansancio y la preocupación. —Madre —comenzó, su voz quebrada por la emoción—, no os puedo dejar sola con toda esta carga. Yo... —hizo una pausa, las palabras atoradas en su garganta—. Yo fui quien os metió en esto. Anna dio un paso hacia su hijo, su mano encontrando el camino hacia su mejilla en un gesto de consuelo tan antiguo como el tiempo mismo. —Sí —admitió suavemente—, y no me importa. —Sus ojos brillaron con una mezcla de amor y determinación—. La vida nos ha puesto a cuidar de esa chica y eso es lo que haremos. Se alejó un poco, con su postura erguida, emanando una fuerza que parecía desmentir s

