CAPÍTULO 12.

2696 Palabras
—Ese programa es una mierda —digo cuando detiene su búsqueda en una serie policiaca. —No es verdad. Bufo con fingida exasperación, recostándome un poco más sobre el sofá. El televisor ilumina tenuemente el departamento, reflejando destellos azules y naranjas sobre los ventanales. Afuera, Nueva Orleans parece sumida en su propio caos nocturno de risas lejanas, música de jazz arrastrada por el viento y el ronroneo de autos que pasan por Bourbon Street. Dentro, el aire huele a mezcla de café y perfume, una combinación que se siente más íntima de lo que debería. Estamos sentados frente al televisor y tenemos una pequeña discusión sobre qué ver. No es realmente sobre la serie, claro; es esa clase de conversación sin importancia que sirve para llenar silencios y mantener el contacto, como un baile donde las palabras solo sirven de excusa. —¡Esa! —señaló con gesto triunfal, cuando aparece una comedia entre las opciones del menú. —¿De verdad? A la Yizmal le gusta The Big Bang Theory. Lo fulmino con la mirada, alzando una ceja. Su sonrisa socarrona se ensancha y un brillo divertido cruza sus ojos grises. Él se ríe. —Oye. La serie lo tiene todo —me defiendo—. Sheldon es un genio incomprendido y amo sus teorías de conspiración. Además, soy medio nerd. Me encojo de hombros, sabiendo que en parte lo digo para provocarlo. —A mí me pareces una mujer sensual. Su comentario me arranca una sonrisa inevitable. Juega con mis palabras, con mi dualidad, y me gusta más de lo que debería admitir. —También soy eso. —Tan altiva como siempre —murmura antes de mordisquear mis labios. Su beso es rápido y provocador, como si buscara desarmarme con gestos en lugar de palabras. —No lo sabes bien tú —replicó, dejando que mi voz se funda con el leve zumbido del televisor. El sonido de mi móvil me alerta. Vibra sobre la mesa baja, y esa sola vibración rompe el instante. Mis sentidos cambian: el descanso desaparece, y la mente se pone en modo trabajo, como una máquina que no sabe detenerse. —Espera un minuto —digo antes de alargar mi mano y tomar mi móvil. Morris. Si me llama, es importante. Él jamás pierde el tiempo con trivialidades. Deslizo el dedo por la pantalla y contesto. —Cannon consiguió la información y estábamos en lo correcto —dice, sin preámbulos, su voz grave y controlada—. Alessandro está conspirando en contra de Arslan. ¡Lo sabía! Una corriente de satisfacción me recorre el cuerpo. Años de experiencia me han enseñado a confiar en mi instinto, y una vez más, no me falla. —Llama a Arslan y dale la información —ordeno con firmeza—. Dile que no olvide que me debe un favor. —Lo haré —responde, y cuelgo sin más. Por un momento, me quedo mirando la pantalla apagada del móvil. Mi reflejo en el cristal me devuelve la imagen de una mujer que no puede dejar de controlar el tablero, ni siquiera cuando está intentando relajarse. —¿Todo bien? —inquiere el irlandés, observándome con curiosidad. —Perfecto —replico, satisfecha con el resultado. No necesito decir más. Él sabe que, en mi mundo, “perfecto” significa que todo ha salido según el plan. —Dime una cosa —sus ojos azules me estudian, serios esta vez—. ¿Nunca has pensado alejarte de esta vida? Frunzo el ceño, confundida por el cambio de tema. —¿A qué viene eso? Se encoge de hombros. —Solo curiosidad. Me pongo de pie despacio, estirando las piernas y dándole la espalda por un instante para recomponerme. —La curiosidad mató al gato, querido Killian. —Murmuro viéndolo con una ceja arqueada. —No pregunté para incomodarte. —Ya —asiento, y me giro para enfrentarlo—. Pero no, no he pensado retirarme. El día en que deje el puesto es porque estoy muerta —digo con convicción, cada palabra cargada de certeza—. Eso lo tengo claro. ¿Crees que me dejarían salir sin consecuencias? Él asiente, con un gesto algo ausente. Sé que intenta entenderme, pero no puede. Su mundo y el mío son diferentes; él puede moverse en las sombras, pero yo soy las sombras. —Entiendo —dice finalmente. —Yo escogí esta vida —continúo, antes de acercarme y subirme a horcajadas sobre él. Su respiración se vuelve más profunda cuando mis piernas lo encierran y mis manos se posan sobre sus hombros—. Si buscas a alguien bueno en mí, no lo encontrarás —susurro junto a su oído, dejando que mi voz se deslice como un veneno suave—. Así que no pierdas tu tiempo. —Difiero —replica, con la mirada fija en la mía cuando me enderezo—. Veo a alguien muy diferente a cómo te ven los demás. Su respuesta me desconcierta un instante. Lo observo en silencio, buscando el sarcasmo o la ironía que normalmente lo acompañan, pero no hay nada de eso en su tono. Solo sinceridad. —Soy lo que ves —tomo su trenzado y echo su cabeza hacia atrás antes de dejar besos por su garganta. Su piel es cálida, su respiración irregular. Cada contacto es una afirmación—. Soy lo que esta maldita sociedad me instó a ser —continúo, con la voz baja, casi un susurro cargado de ira contenida—. La Aurelia ingenua quedó muy atrás. Chupo su pulso y él se remueve bajo mí, un gemido contenido escapándose de su garganta. Lo dejo y miro sus ojos, buscando un reflejo de mí misma. —Lo que ves, es lo que hay. Por un segundo, el silencio se instala entre nosotros, pesado, lleno de verdades que ninguno se atreve a pronunciar. Afuera, el sonido de la ciudad parece más lejano. Es como si el tiempo se hubiera detenido justo en ese punto, entre su deseo de redimirme y mi necesidad de recordarle que no hay redención posible. Su boca toma la mía antes de perdernos el uno en el otro. No hay dulzura en el beso, solo una necesidad casi salvaje, un intento desesperado de comprenderse a través del cuerpo. Mis manos lo recorren con urgencia, como si quisiera borrar las palabras que acabo de pronunciar. Él responde con la misma intensidad, y el mundo se reduce a esa lucha entre control y rendición. Mientras sus labios descienden por mi cuello, me doy cuenta de algo que intento ignorar y es que parte de mí quiere creerle. Quiere pensar que todavía hay algo de luz en medio de toda la oscuridad que he construido a mi alrededor. Pero eso sería una debilidad, y las debilidades son imperdonables en mi mundo. Así que lo beso con más fuerza, como si así pudiera silenciar mi mente. El sonido del televisor sigue encendido, olvidado y proyectando imágenes de una serie que ninguno está viendo. Sheldon habla sobre teorías cuánticas, y yo, entre respiraciones agitadas y risas entrecortadas, pienso que quizá él tiene razón cuando dice que el universo siempre tiende al caos, y nosotros somos su mejor ejemplo. ** Un par de días después estoy sentada en mi oficina del club, dos días después, revisando unos documentos, cuando la puerta se abre y Karen entra. El leve sonido de sus tacones sobre el piso rompe el silencio que reina en la habitación, solo interrumpido por el zumbido constante del aire acondicionado y el golpeteo de mi bolígrafo contra el escritorio. Dejo el bolígrafo y la miro. —¿Qué pasa? —Hay alguien que vino a verte. Arqueo una ceja. —No espero a nadie. —Lo es —bufa—. Por eso me agarró desprevenida. —¿Quién? —El alcalde —anuncia. Me quedo unos segundos viéndola antes de espabilar. —¿Máximo? —¿Cuál otro? —dice con irritación. Le doy una mirada de advertencia, y al instante baja la vista, sabiendo que su tono ha cruzado la línea. Suspira. —¿Qué hago? —Hazlo pasar —murmuro—. Pero dame un par de minutos y llama a Morris. Con eso se va, cerrando la puerta detrás de sí. Me quedo sola por unos segundos, procesando la noticia. Hoy, el irlandés está en el club de pelea afinando los detalles para esta noche. Esta mañana salió de mi cama, y desde entonces no lo he visto. Bueno, no es como si necesitara verlo. Aunque mi cuerpo todavía recuerda su calor, su olor y la forma en que me dijo adiós con una sonrisa torcida. —Aurelia, no vayas por ahí —susurro para mí misma, negando con la cabeza. Ajusto mi vestido rojo de encaje, ese que no deja mucho a la imaginación. Es de manga larga, pero con una abertura generosa que deja entrever más piel de la que la decencia permitiría. No es casualidad. Cada prenda que uso es una declaración y una forma de poder. La puerta se abre un par de minutos después y Máximo entra. Esta vez, no me levanto. Me quedo sentada, con el mentón en alto y el gesto serio. Su perfume caro precede a su presencia, y por un segundo, la habitación parece oler a política, podrida y arrogancia. —Aurelia —dice, cerrando la puerta y avanzando hasta mi escritorio. —¿Qué se te perdió por aquí? —cuestiono en tono distante—. Después de lo que me hiciste, debes ser muy estúpido o tener bolas para acercarte hasta mí. Me inclino por la primera. —Vine a ofrecerte mis disculpas. —Deberías arrastrarte y quizás pensaría en perdonarte —escupo de mala manera, sin molestia alguna en ocultar el desprecio que me provoca. —Solo me perdí en el momento. —Guarda tu tonta excusa y dime qué te trae hasta aquí. —Me pongo de pie y rodeo el escritorio con pasos lentos. Siento su mirada recorriéndome de arriba abajo, como si intentara recordar algo que ya no le pertenece. —Me defraudaste —continúo, con voz fría. Máximo ya está perdido, solo que aún no lo sabe. No puede sospechar que lo he puesto en mi lista de enemigos, porque eso sería ponerlo sobre aviso. En este juego, los muertos caminan un tiempo antes de caer. Se endereza en la silla, intentando mantener su dignidad. —Sabes que te necesito como respaldo en las próximas elecciones —dice con descaro—. Además, tú también me necesitas. Si la oposición gana, ¿crees que trabajarán para ti? —Es un riesgo que puedo tomar —respondo sin pestañear. —Vine a pedirte perdón —dice mortificado. —Sí, mortificado. Pero no por lo que me intento hacer aquella noche. No. Su remordimiento nace del miedo. Sabe que, lo que hizo puede costarle el poder, y perderlo sería su muerte política. —Pídeme lo que quieras y lo haré —agrega, poniéndose de pie. Arqueo la ceja. —¿Cualquier cosa por mi perdón? Asiente. —Solo hay una cosa que puedes hacer por mí. —Dime. —Consígueme la ubicación del ruso. Su rostro palidece. Maldito cobarde. —Aurelia... —Es eso o no recibirás nada de la Yizmal. Parece dudar, y puedo ver el conflicto en su rostro. El ruso es una pieza peligrosa en este tablero, pero sabe que negarse no es opción. Finalmente, asiente con resignación. —Daré con él y te lo haré saber. —Sin trucos, Máximo —advierto, mirándolo fijamente—. No me hagas perder la poca confianza que me queda en ti. —No lo haré —niega, intentando sonar convincente. Toma mi mano y la besa en un gesto de falsa reverencia. La escena me resulta repugnante. Su boca sobre mi piel me recuerda lo cerca que estuvo de traicionarme, y la facilidad con la que el poder puede corromper incluso al más encantador de los hombres. En ese momento, la puerta se abre de golpe. —¡¿Qué carajos hace este hombre aquí?! Irlandés. Su voz retumba en la habitación, llena de furia contenida. Lo miro sorprendida y cabreada al mismo tiempo. No me gusta que alguien irrumpa en mis asuntos, pero esta vez la rabia que veo en su rostro es distinta: es personal. —No le debo explicaciones a nadie —replico, levantando la barbilla. Máximo observa el intercambio con evidente interés antes de dar un paso hacia atrás, con esa sonrisa incómoda de quien acaba de entrar en territorio peligroso. —Tendrás lo que me pediste —dice finalmente. Asiento. Él pasa al lado del irlandés, que lo fulmina con la mirada, tensando los puños como si contuviera el deseo de romperle la cara. Cuando la puerta se cierra, la tensión queda suspendida en el aire. —¿De verdad quieres seguir negociando con ese desgraciado? —me espeta y su rostro está rojo de ira. Doy un paso al frente y lo miro con seriedad. —No cuestiones nunca mis acciones delante de alguien —siseo en tono de advertencia—. Es lo que debo hacer para dar con el ruso y así terminar con esta agotadora guerra estúpida que se creó en su cabeza. Pero él no se achica ante mi poder y se endereza. —No lo quiero cerca de ti. —¿Es una orden? —Tómalo como quieras, Aurelia. Pero no me gusta ese hombre. —¿Por qué? ¿Por qué ya ha compartido mi cama? —ladeo la cabeza con ironía—. ¿No estarás celoso? Sus ojos llamean. —No lo pienso repetir. —No me des órdenes, irlandés. Las órdenes aquí las doy yo —me pongo de pie y paso a su lado. Sin embargo, me toma de la mano, girándome con fuerza. —No voy a permitir que nadie, a menos que sea yo, te toque. —No seas absurdo —replico con frialdad, aunque por dentro algo en mí se estremece. No pienso decirle que no hay nadie más que me interese. Eso sería darle poder sobre mí. Resoplo, intentando liberar la tensión. —Máximo, no es un problema, a menos que tú quieras hacerlo uno. Me mira en silencio antes de soltarme. Su mandíbula está tensa, pero sus ojos dicen otra cosa: miedo. No por él, sino por mí. —No te confundas, irlandés —lo señalo con firmeza—. Una cosa es que estemos compartiendo cama, y otra, es que sea de tu propiedad. —La que no debe confundirse eres tú, cariño. Cualquiera que quiera tener un trozo de ti deberá pasar por encima de mí. —¿Es una amenaza? —Es un maldito hecho —dice, rodeándome con su brazo, acercándome más de lo que debería. —Me saliste algo posesivo —digo en voz baja e intento quitarle hierro al asunto y él tuerce el gesto. —Solo contigo. Acaricio sus hombros y exhaló despacio. —No me pondrá una mano encima —asevero con solemnidad. No por él, sino por mí. Jamás dejaría que ese cerdo vuelva a tenerme nuevamente—. Así que puedes estar tranquilo. Más bien, dime, ¿estás listo para esta noche? —cambio de tema. —Puedes apostar tu hermoso trasero que sí. —Entonces, si apuesto una buena suma, ¿ganaré? —¿Dudas de tu hombre? —dice en tono seductor. Mi hombre. La palabra queda suspendida entre los dos. Él me observa, esperando que lo contradiga, que levante muros. Pero no lo hago. No está vez. Rodeo su cuello con mis brazos. —Esta noche, mi hombre va a acabar con su rival dentro de la jaula —susurro. —Eso está mejor —dice con satisfacción, antes de tomarme por la cintura y sentarme sobre el escritorio—. Necesito hacer un poco de cardio — anuncia en un tono divertido, ligero—. ¿Cree que podría ayudarme, Yizmal? El sonido de mi risa se mezcla con el suyo, llenando la oficina. Y por un instante, el mundo exterior deja de importar.
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