Primer Día

4969 Palabras
Comenzaré diciendo que, mi nombre es Elizabeth Marcano, pero todos me llaman “Liz”, nací y crecí en un populoso sector de la villa de todos los Santos de Calabozo, en el Estado Guárico, Venezuela. Pero hoy, un 23 de Septiembre del 2013, la vida me trajo a la ciudad de San Juan de los Morros, capital de ese mismo Estado. Jamás había salido de mi hogar, me refiero a una estadía permanente fuera de casa, sin mi madre y toda la sobreprotección que conlleva ser su única hija. Recién he terminado mi bachillerato y, como toda chica ansiosa por experimentar cosas nuevas, me he aventurado a explorar el mundo fuera de los límites de mi amado terruño con el firme propósito de conquistar mis sueños profesionales y personales. Razón por la cual, estoy parada frente a la facultad de Economía de la *Unerg, temblando de nervios y preguntándome « ¿En qué embrollo me he metido ahora?» Cuando veo bajarse del transporte a Leonardo; el amigo de mi amigo Archí, al quien este último le pidió ayudarme a gestionar mi inscripción en la universidad.  Nunca antes lo he visto, pero sé que es él apenas lo observo y asocio la descripción física que, nuestro amigo en común, me ha dado de su persona: estatura promedio, ni flaco ni gordo, de lentes, cabello corto y oscuro, jeans azules, franela verde, y sobre todo una cara de bobolongo inconfundible. Una apariencia bastante común, pero aun así no tengo dudas de que, el chico que se acerca junto con el resto que ha bajado del autobús, es en definitivo el Leonardo que espero. Y para mi suerte, camina directo hacia mí seguro también de que soy yo, la amiga de su amigo, a la que tendrá que cargar de traste todo ese día por la Universidad. Nos presentamos.   A simple vista, me parece un chico muy agradable, inteligente y respetuoso, una combinación difícil de hallar hoy día en una misma persona, por lo que entablar conversación con él resulta mucho más fácil de lo esperado, en especial, una vez sale a relucir como tema de esta nuestro divertidísimo y alocado amigo mutuo, Archi, mientras damos un breve recorrido por la facultad. Para cuando nos despedimos en la puerta del aula donde me corresponde ver clases, ya sabía que, Leonardo, no solo era un potencial nuevo amigo, sino también, mi vecino, pues está alquilado en la misma residencia estudiantil en la que mamá me ha conseguido una habitación. No hay muchos alumnos dentro del salón, pero es entrar a este y sentir como los nervios del primer día comienzan a estrangularme el estómago, una sensación que empeora al no sentir empatía con ninguno de los allí presente, «¡Basta, deja el miedo, arrastra tu trasero directo a la silla y maten tu bocota cerrada!» me ordeno sin mucho convencimiento, mientras avanzo hacía el fondo del enorme cuadrado, donde encuentro un puesto vacío junto a la ventana, en el que me siento dispuesta a esperar en silencio el inicio de mi primera clase. Dos o tres minutos después, durante los cuales chequeo la hora cada cinco segundos en la pantalla de inseparable Sony Ericsson W580i, aún sigo intranquila a la espera de que, alguno de mis nuevos compañeros, se digne a terminar con el tortuoso mutismo que me rodea. « ¿Qué nadie piensa acercárseme?» « ¡Genial!» « ¡Vaya día para sacar a pasear tu timidez, Marcano!» Yo, nunca he sido de las chicas que se desviven por ser las más populares, ni por ser el centro de atención del lugar a donde llegan, y menos, por tener una larga lista de amigos, al contrario, podría asegurar sin temor a equivocarme que, encajo a la perfección en el grupo de los mal llamados ñoños, esos que disfrutan del anonimato y pertenecen a círculos de amistades bastante reducido. Sí, esa soy yo, una ñoña por naturaleza que ama la simpleza de ser quien es, pero de allí a sentirme cómoda siendo  ignorada es un extremo imposible de aceptar.  Necesito decir algo o explotaré. De sobra sé que, de aislarme, lo único que conseguiría era que la idea de regresar a mi Calabozo adorado tomara más forma en mi cabeza, y de ninguna manera podía permitir que eso sucediera, bastante me había costado convencer a mamá de darme un poco de independencia como para desaprovechar las mieles de tan descomunal esfuerzo por cobarde. Así que, llena de angustia a la par de valor, lanzo la mirada hacia mi flanco izquierdo dispuesta a socializar como toda una experta, y allí, sentada en uno de los pupitres de madera oscura, observo a una chica de aspecto aniñado; una especie de ninfa espigada y delgada bajo una mata espesa y ensortijada de cabello. Es muy guapa, mucho a pesar de ir vestida de modo sencillo: camisa tres cuartos rosa, jean azul marino, sandalias trenzadas y un pequeño bolso a juego con el color de su pantalón. Su hablar es aún más encantador, el peculiar acento en cada frase acompañado de algunos gestos graciosos en sus labios y manos al pronunciarlas, develan la candidez propia de una chica parroquiana, a las que muchas personas tienen en mal gusto de tildar, de forma despectiva, de campurusas. Sonrío. Verla es verme a mí negada a ser otra cosa que no sea yo misma: sin poses ni falsedades por intentar encajar en algún grupito selecto. Eso me gusta y anima a hablarle aun cuando corro el riesgo de no recibir una respuesta franca y cordial a la primera. ― ¡Hola! — mascullo en su dirección con timidez.  Y, mi apagado saludo, no se escucha como la frase amistosa que he planeado, sin embargo logra su objetivo: que la chica y la otra con quien ella charla volteen a verme con sus ojos llenos de simpatía. ― ¡Hola! ― me responde sonriente. Y ese gesto franco que ilumina sus labios, me anima a seguir hablándole. ― ¿Sabes si el profesor viene? ― le pregunto, elevando el nivel de cordialidad en mi voz. ― Carlos dijo que sí, que lo había llamado y le dijo que estaba atorado en una cola pero que lo esperáramos ― interviene la otra chica, parada a su lado.   El aspecto de esta, a diferencia de su amiga, refleja esmero y dedicación: blusa de chiffon violeta hasta los muslos, una legui blanco hueso y unas lindas sandalias tacón corredizo, sobre las que su diminuta y rellenita figura queda erguida con elegancia. No hay que ser adivino para tener la certeza de que, la pequeña duendecilla, es más citadina además de extrovertida por su desenfado al hablar. ― ¡Naaaa! ¿Hasta cuándo? ¡Ya llevamos media hora esperándolo! ― protesta la chica de cabello ensortijado, antes de sonreír otra vez y preguntarme ― ¿Cómo te llamas? ― Elizabeth ― digo a la primera y casi de inmediato, corrijo ― pero todos me dicen, Liz. ― Yo me llamo Diana y ella es Adriana ― se presenta, señalando con sus ojos, a la diminuta chica de cabellos borgoña que tiene enfrente.  Repito sus nombres un par de veces en mi cabeza hasta memorizarlos, y repongo. ― ¡Mucho gusto! ― ¡El gusto es nuestro! ― coinciden las dos sonrientes.  Después de aquella presentación inicial, la conversación entre nosotras fluye de una forma natural y amistosa, incluso más de lo que yo misma habría imaginado. Para cuando llegó el profesor, ya estaba al tanto de que, como había supuesto, Diana, provenía del municipio Camaguán, su padre trabajaba la construcción, su madre era maestra de escuela y tenía tres hermanos menores. Su mayor sueño era graduarse, ser una profesional excepcional y conseguir un trabajo para ayudar a su familia. Adriana por su parte comentó que, era natural de San Juan de los Morros, su padre era dueño de una licorería y su madre ama de casa, tenía un hermano, Joshua, pero al parecer este no contaba como tal. Su meta era estudiar, independizarse e irse a vivir muy, pero muy lejos de su familia, así lo expresó, con el resentimiento típico de un hijo envejecido y ahogado por problemas familiares. Yo también hice lo propio, para solidificar la naciente amistad, les mencioné que, mi padre había muerto cuando yo tenía 9 años, que mi madre también era maestra y yo era su única hija, y que mi mayor deseo era convertirme en una mujer exitosa e independiente, y por supuesto, algún día poder encontrar al amor de mi vida. Interminables horas después, al finalizar la segunda clase, mis preocupaciones son ya historia pasada, no así el gorgoreo de mi estómago… « ¡Me muero de hambre!»  Con suerte, Diana y Adriana, también se confiesan famélicas, por lo que, luego de recoger nuestras cosas, decidimos aprovechar el receso para ir a desayunar en la cafetería de la Facultad. El lugar queda en la parte posterior del edificio, desde donde se puede observar en todo su esplendor los espectaculares Morros de San Juan. «¡Uuuuao!» Ese monumento natural es fascinante. Una vez allí nos acercamos al mostrador, en el cual, nos atiende una simpática muchacha. ― ¡Hola, chicas! ¿Qué les doy? ― nos pregunta con amabilidad. ― Una empanada de pollo y una malta ― ordena, Diana, sin titubeos.  Adriana y yo, en cambio, miramos con más detenimiento las demás opciones en el cartel blanco de letras rojas pegado en la pared y, después decidimos.    ― A mí me das una de carne molida y un jugo natural de guayaba ― pide ella. ― Yo quiero una de mechada y un jugo de naranja ¡Por favor! ― ordeno seguido, imprimiéndole a mi voz más cortesía de la necesaria. En tres movimientos, la chica coloca sobre el mostrador lo que ordenamos y, con una amplia sonrisa, nos da la cuenta, que cancelamos antes de ir a sentarnos en el lugar más apartado de la cafetería, en una de las mesas que están en las áreas verdes y en la que el aire libre es de verdad fresco, donde al sentarme disfruto de esa exquisita sensación de libertad que recorre mi cuerpo dando un hondo respiro con mi rostro de cara al cielo. ― Menos mal que el profesor nos dejó salir temprano, estoy que me muero del hambre ― mastica Diana de pronto, rompiendo el silencio. ― Diana, al menos tápate la boca, ¿quieres? ― la regaña, Adriana. ― ¡Sí, mamá! ― se mofa la reprendida, tras engullir el bocado en su boca.  Y su detractora, responde el ponzoñoso gesto de sus ojos con otro y la ignora, para luego, centrar su atención en mi rostro y preguntarme.  ― ¿Liz, dónde te estás quedando? ― En la residencia de una amiga de mi mamá. Queda cerca de la entrada, por el hospital ― le especifico. ― ¿Dónde la vieja retrechera que tiene un lunar en la frente que parece un cacho? ― interviene, Diana, horrorizada. De inmediato, recuerdo la enorme masa negra en medio de las cejas de mi casera y no tengo dudas de que es ella a quien se refiere.  ― ¿La conoces? ― inquiero, un poco sorprendida.  ― ¡No, gracias a Dios! ― se persigna ― pero una prima mía sí. Hace tres años cuando se vino a estudiar para acá consiguió residencia allí, pero no aguantó ni seis meses viviendo con la vieja bruja esa, no la dejaba ni siquiera recibir compañeras de clases porque según hacían mucha bulla y que eran esto y aquello… en fin, yo que tú iría buscando otro lugar donde quedarme. ― Creo que eso no va hacer tan fácil ― repongo desalentada. ― ¿Acaso tu mamá te la puso de chaperona? ― supone, Adriana. ― Algo así ― asiento ― ya les dije, son muy amigas, y si le digo a mi mamá que me quiero cambiar de residencia sin ninguna justificación se va a empezar a poner paranoica, y prefiero aguantarme a la Señora Prudencia que los ataques de histeria de mi mamá — le explico, obviando acotar que, viviría en casa de los Monsters, con tal de no renunciar al respiro de libertad e independencia que he conseguido. ― Es verdad, mínimo va empezar a imaginarse que ya tienes un novio aquí y andas haciendo cochinadas ― bromea, Diana, maliciosa, inocente de que en verdad su suposición encabezaría la lista de sospechas de mi madre. ― A menos… que ya tengas uno y sea por eso que te quiera tener encarcelada en casa de la vieja esa ― se imagina, Adriana, después. ― ¡Claro que no! ― niego de inmediato.   ― Entonces… ¿el chico que te acompañó esta mañana hasta la puerta del salón no es tu novio? — vuelve al ataque, Diana, con demasiado interés para mi gusto.  ― No, es solo un amigo ― le aclaro, tratando de no parecer tan incómoda, pero un segundo más tarde recuerdo que, Leonardo y yo, no llegábamos aún a esa categoría, así que corrijo ― en realidad, somos apenas conocidos. ― Pero parecían muy cercanos ― insiste, en el mismo tono intrigante. ― Para nada, solo hablábamos de nuestro amigo en común, hablar de Archí familiariza enseguida a cualquiera que lo conozca ― le expreso con naturalidad a ambas, reservándome decirles que, el chico era además mi vecino en la residencia, no quiero encender aún más su equivocada sospecha.  ― Bueno, de todos modos si alguna vez necesitas refugio te puedes quedar con nosotras, nuestra casera no es la octava maravilla del mundo, pero al menos no es una bruja amargada ― me ofrece, con amabilidad dando fin a su vez el incómodo tema de Leonardo. ― ¡Gracias! ― le devuelvo sonriente, segura de que más temprano que tarde, le echaría mano a su oferta. Luego de aquel amistoso ofrecimiento, se hace el silencio a nuestro alrededor mientras comemos las deliciosas empanadas y las demás mesas del lugar se llenan de estudiantes. Le estoy dando el último sorbo a mi jugo de naranja, cuando de pronto, veo a una chica muy guapa serpentearse entre la multitud con la típica expresión de “mírenme estoy súper buena” colgada en su cuidado y maquillado rostro. Sin poder evitarlo, la sigo con la mirada hasta la mesa a tres de distancia de la nuestra, donde se sienta junto a un nutrido grupo de chicos tan atractivos como ella. A vuelo de pájaro, cuento al menos ocho antes de apartar mi vista de ellos, lo último que necesito es que alguno, me sorprenda espiándolos y crea que soy otra idiota de los tantos que le rinden culto al grupito de los populares, porque a todas luces son ese indeseable clan, basta ver la apariencia de modelos de todos para estar seguro de eso: ropa y zapatos de marca, teléfonos de última tecnología y la misma pose arrogante, creyéndose los dueños del mundo. Pero, Adriana, sí me sorprende curioseando.   ― Son los riquitos de segundo año, son unos cretinos, se creen los reyes de la universidad ― me comenta con resentimiento, es obvio que ella al igual que yo, también ha vivido en la invisibilidad estudiantil por culpa de esos grupitos élites. ― Sí, se nota ― digo, imitando su tono hostil.   ― Sobre todo la peliteñida que acaba de pasar, se cree una diosa o algo así, ve a los demás como si fuéramos unos gusanos solo porque tiene la cuerpa y se gasta un novio buenísimo, que digo un novio buenísimo, el… ¡NOVIO! ― critica, magnificando la última palabra con franca envidia. ― ¿En serio? ― le pregunto muy intrigada, mientras intento imaginar al espécimen en cuestión.  ― Sí, fíjate y juzga tú misma, es el que está sentado a su lado con el celular en la mano. Le hago caso. Con disimulo, apunto mis ojos hacia el grupo de chicos otra vez y no tengo que fijarme mucho para dar con el personaje: un joven-adulto de al menos unos veinte y tantos, de cabello rubio con tonos dorados, piel blanca y ojos negros semejantes a dos pozos llenos de petróleo, y cuya quietud, le confería la apariencia de una estatua de porcelana.  « ¡Bello, en serio es bello!» «El condenado está como le da la regalada gana.»  «Con razón la rubia artificial esa se cree la bomba.»    ― ¡Wao! ― despego mis labios con cierta fascinación. ― Sí, ¡Wao! ― repite ella, imitándome y luego vuelve a gruñir con amargura ― ¿Ya ves por qué la pechugona artificial esa se cree la última Coca-Cola del desierto?   «Hasta yo me creería la princesa, Diana de Gales, con un novio así» pienso y callo, suficiente con la dosis de envidia que estábamos recibiendo, al ver a la oxigenada esa presumiendo semejante ejemplar, como para agregarle más leña al fuego, por lo que de inmediato le ordeno a mi cerebro regresar a la realidad: los ñoños y los populares son dos razas incompatibles. ― ¡Qué le aproveche! ― le respondo, fingiéndome indiferente. Pero mis ojos no logran apartarse del pulcro rostro del chico, cuya blanca tersura resulta tan irreal como un oasis en pleno desierto. ― ¡Sí claro! pero, apuesto a que tu vida sería más interesante si tuvieras a un papacito como ese de novio, ¿cierto? ― y no soy la única que lo piensa. «La de cualquier chica en realidad» mentalizo y callo de nuevo, jamás he perdido el tiempo anhelando imposibles y esta no va a ser la ocasión. Nací y crecí consiente de que, mi estatus en el universo, es el de una chica común y corriente, nada de creerme una princesa de cuento que espera ser despertada por el beso de un príncipe azul, o en su defecto, por un chico súper guapo como ese. ― ¿Y por qué la mía? ― protesto.  ― Porque a ti es a la que casi se le van a salir los ojos de tanto mirarlo ― se burla. ― ¡Claro que  no! ― refuto.  ― ¡Qué no! ¿te presto un espejo para que te los veas? ― Diana, entra en escena. ― No, ¡Gracias! ― rechazo, exagerando la mueca en mis labios al decirlo, y tras apartar por fin mi mirada del chico, les miento con una facilidad que desconocía poseer ― además, no es mi tipo. ― Si ese papi no es tu tipo, entonces ¿cómo te gustan los hombres a ti mujer? ― se burla, Adriana, apuntando directo a mis ojos la típica expresión de “a otra con ese cuento” refleja en los suyos. ― Pues aún no lo sé, pero no me gustan como el muñeco de torta ese ― insisto con mi mentira. ― ¡Ujum, claro! pero, para no ser tu tipo lo mirabas demasiado…  ― Demasiado fascinada ― finaliza, Diana, en su lugar. ― Fastidiada que no es lo mismo, ni se escribe igual. Además, te recuerdo que fuiste tú la que me dijo que lo viera, que estaba buenísimo y que esto y que aquello. Y la verdad, ahora que lo veo mejor, no es que me parezca la gran cosa. Sí está simpático, no se puede negar, pero tampoco es para exagerar tanto ― le recalco a Adriana  Pero, tanto ella como Diana, no se tragan mi cuento chino y ríen de este a carcajada suelta, no las culpo, ni yo misma, soy capaz de tragarme la tarugada que acabo de decirles. «A este paso, hoy, me convierto en la gemela de, Pinocho»   ― No entiendo qué les resulta tan gracioso ― protesto, alzando con rebeldía una de mis cejas. ― Nosotras sí ― se carcajea más alto, Diana, y después, tras apagar un poco su chocante risa, me confiesa al notar mi incomodidad ― ¡Ya! no te enojes, Elizabeth, considérate más bien afortunada de que fuimos nosotras las que vimos la carita de borreguita que pusiste y no el papirriki ese como nos pasó a nosotras. ― Sí, ¡Qué oso! el viernes se nos acercó y preguntó por el profesor Herrera, y  nosotras en vez de contestarle, nos quedamos mirándolo como idiotas ― confirma, Adriana, quien al ver como mis mejillas se estiran un poco mientras las imagino haciendo el pancho de sus vidas frente a ese chico, agrega a su lamento ― ¡fue espantoso! debió pensar que éramos unas retrasadas mentales. ― ¿Acaso se les salió la baba? ― bromeo. ― Casi ― admite, y añade ― pero eso no fue lo peor. ― ¡¿Hay más?! ― me sorprendo. « ¿Qué puede ser peor que eso?» ― Obvio, lo peor no fue quedar como tontas, sino que perdimos la que quizá haya sido nuestra única oportunidad de socializar con el bomboncito ese y averiguar su nombre ― dramatiza sonriente. ― ¡Tontas! ― la imito, y mientras sonrío por lo bajo, me descubro, como ellas, acechada también por las ganas de saber el nombre del susodicho. « ¡Ah pues…!»    ― ¡Elizabeth! ― de pronto, escucho que alguien me llama a lo lejos.     Identifico la voz, mucho antes de seguirla hasta el mostrador de la cafetería. Es Leonardo. Le he pedido que saque una copia de mi horario, y por lo que veo, es la hoja de papel que sostiene en su mano.  ― Ya vengo ― le digo a las chicas, levantándome de la mesa. Y, sin perder tiempo, voy en su busca antes de que el par de cotorras estas comiencen con otro de sus interrogatorios, o peor, a tejer el propio culebrón mexicano de amor, suspenso e intriga, entre Leonardo y yo. De repente, en plena marcha, mi pulso comienza a alterarse un poco y mis piernas estremecerse, sin explicación. « ¡Qué raro!» no es como si me dirigiera hacia el chico de mis sueños como sospechan, Diana y Adriana. Pese a que, Leonardo, me ha parecido un chico encantador nada más alejado de la realidad. Entonces… ¿qué rayos?    Trago un poco de aire, ignoro aquella molesta sensación y sigo caminando.  ― ¡Eres una suertuda, sales los viernes temprano! ― me anuncia él, entusiasta, apenas estamos cerca. ― ¡Súper! ― celebro, tratando de imitar su jovialidad. Se supone que esa debe ser una buena noticia para mí, pero de verdad me da igual.  ― Sí ¡súper! Tu última clase sale a las 10:00 a.m. ― me aclara.  ― ¿Y tú a qué hora sales? ― le pregunto por cortesía más que por curiosidad. ― A la 01:00 de la tarde ― confiesa, frunciendo sus labios como muestra de disgusto.  ― Leo, apúrate el profesor ya llegó ― le grita uno de sus compañeros desde el pasillo, interrumpiendo nuestro lacónico intercambio de palabras. ― Bueno, hablamos después, Elizabeth ― se despide, antes de tenderme el horario. ― ¡Gracias! ― tomo la hoja y le sonrío. Segundos después, mientras aún estoy parada como un pasmarote viendo a Leonardo desaparecer por el largo pasillo, vuelvo a sentirme un poco sofocada y nerviosa sin razón. Sin pensármelo dos veces, le atribuyo toda aquella ansiedad a los aturdidores cambios y preocupaciones en los que se ha visto envuelta últimamente mi vida: primer día de clases, las burlas de Diana y Adriana, estoy lejos de mi casa, mi mamá, profesores nuevos, adaptarme, universidad, libertad, ser responsable, ponerme al día con todas mis materias, mi cama, no perder el transporte mañana, comprar comida, Dumbo, etc. etc… Pero pensar en todo aquello no empeora el vértigo empozado en mi estómago. ¿Entonces…? Y cuando me doy la vuelta para regresar a la mesa junto a las chicas… ¡Zas! la respuesta aparece delante de mí, paralizándome en el acto la respiración. Es ver al novio de la oxigenada ocupar por completo mi campo visual y sentir como todo mi cuerpo, se revoluciona en milésimas de segundos. «¡Pero, ¿qué rayos?!» me recrimino al instante por tan absurda reacción, mientras, al borde de un colapso respiratorio, me percato de que el espécimen es más atractivo de lo que había detallado antes. «Está como recetado por el doctor.»  Unos segundos después, no sé cómo, recupero el aliento a pesar de no haber podido despegar mis ojos de la tentación que observo; de piel sedosa, cabello dorado como los rayos del sol y de ojos negros penetrantes, sentada en aquel banco como el mismísimo Zeus en su trono.   Quiero dejar de verlo, juro que quiero dejar de verlo, pero la masoquista que vive en mí, me obliga a continuar observando al detalle al susodicho que, ha logrado muy a mi pesar, estremecer no solo mis piernas, sino también, hacerme olvidar por momentos, la enorme lista de razones por las que ninguna ñoña como yo, NO debe hacerse ilusiones con un hombre como ese. Así que, aprovechando que las chicas no están cerca para hacer leña del árbol caído, resuelvo seguir mis instintos. «Ver un poco no me hará daño» me digo para animarme.  Con disimulo, me mantengo plantada donde estoy, elevo el pliego de papel que tengo en mi mano y finjo detallar mi horario de clases, mientras en realidad, observo por encima del borde superior de la hoja, a él oprimir las teclas de su celular ajeno al incesante parloteo de la oxigenada noviecita encimada sobre su pecho.  « ¡Dios, acaso no ve que no la está escuchando!»  Pero, la muy retonta está tan enfrascada en su cotorreo, que ni cuenta se da de que, a quien le habla, está a kilómetros de distancia, incluso me atrevería a jurar que… ¡Vaya! …Parece que… «No comiences a imaginarte cosas, Elizabeth» Negada a confiar en mi engañosa intuición, lo detalló con más detenimiento para comprobar mis sospechas, y con sorpresa, confirmo que su mirada ausente no solo transmite fastidio, tras este, se camufla como una serpiente entre hojas secas un cansancio mal disimulado y algo más, algo que no logro descifra pero que inunda mi pecho con una suave calidez.  « ¿Me estaré volviendo loca?» Pestañeo, tomo un forzado respiro y vuelvo a enfocar la mirada en el protagonista de mi repentina obsesión. Mi corazón arrecia su ritmo a la vez. « ¿Qué estoy haciendo?» pero, es tarde para recriminaciones, y más para buscar una explicación coherente que justifique la extraña emoción que siento y hace que me comporte como una lunática acosadora.  Mis ojos ya están haciendo su trabajo.  Lo miro. Lo miro. Y lo miro. Hasta que por sorpresa, mi espionaje es detectado por los suyos, y en cero coma un segundo, el n***o fulminante de estos, se espesa y enfocan mi rostro llenos de ira. « ¡Maldición, toma lo tuyo por fijona!» Toda la fantasía del momento desaparece ipso facto.  « ¡Imbécil!» « ¡Sí que eres tonta, Elizabeth Marcano!» Con el orgullo herido, aleteo mis parpados a todo lo que dan y me hago la desentendida, y tras clavar la mirada en mis Converse de bota corta, doblo mi horario y regreso por fin a la mesa junto a mis nuevas amigas, fingiendo que no ha pasado nada. Pero es imposible, estoy furiosa, mis piernas tiemblan incluso después de sentarme y el corazón me late a mil por segundos en la garganta. « ¡¿Quién demonios se cree?!»  «¡¿Dios?!» ― ¿Te pasa algo? ― me pregunta, Diana, al notar mi rostro algo perturbado. ― Creo que algo me cayó mal ― le miento, y pongo mis manos de forma teatral en mi abdomen. ― Seguro fue el jugo, el mío estaba como ácido también ― comenta, Adriana. ― ¿Quieres ir al baño? ― y, Diana, me pregunta de nuevo.   ― No, estoy bien, ya se me está pasando ― le aseguro. Respiro hondo e intento tranquilizarme un poco, o de lo contrario, me dará un derrame cerebral allí mismo.   ― Deberías irte, te imaginas si te pones peor más tarde ― me aconseja después. ― Sí, Diana, tiene razón ― recomendación que, Adriana, apoya sin titubear ― mira que cuando un dolor de estómago ataca es mejor tener un baño conocido cerca. Pero yo, lo único que quiero es cantarle y no precisamente las mañanitas al idiota ese que acaba, sin razón, de fulminarme con su venenosa mirada. « ¡¿Qué demonios le pasa?!» « ¿Acaso se la fumo verde?» « ¡Maldito loco!»  ― Es en serio, Elizabeth, no querrás estar aquí si te ataca más fuerte el dolor de estómago ― insiste, Diana. ― No quiero perder más clase ― le miento otra vez, tratando de recomponer la expresión de mi rostro. Nunca me he dejado amedrentar con ningún riquillo presumido de esos, y esta no va a ser la excepción. « ¡Faltaba más!» Incitada por mi rabia, levanto de nuevo mis ojos en dirección al chico, quien aún tiene los suyos clavados en mí con una expresión extraña, como tratando de leerme la mente o algo así, y tras enfocar los míos, muy abiertos sobre él, le regreso una dosis de su propio chocolate: hostilidad pura. « ¡Toma lo tuyo, idiota!»     Laaargos segundos después, en los que nuestras miradas, chocaron retadoras y sentí que la suya me taladraba el cerebro, aparto la mía y me levanto de la mesa dispuesta a olvidarme del cretino ese.   Y les digo a las chicas con amabilidad. ― Mejor nos vamos al salón, ya es tarde. Mis nuevas amigas, al entender que nada de lo que dijeran, me haría cambiar de idea, se levantan también y regresan junto conmigo al aula de clases. *** El resto de la mañana, transcurre con la normalidad ...
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