2 Un día normal

2559 Palabras
Era un nuevo día por vivir. Adam se despertó con el mejor ánimo del cual pudo hacer acopio. Presentía que ese día sería diferente; una especie de ingenuo optimismo se hacía parte de su sentir. No todos los días podían ser tan malos, o al menos ese era el pensamiento que se arraigaba en su mente en ese inicio de jornada. Corrió entonces las cortinas de su ventana y vio que una pequeña llovizna se precipitaba sobre el vecindario a pesar de no ser temporada. Dibujó entonces una sonrisa en su rostro. Abrió la ventana y notó cómo un fresco viento se adentraba en su habitación, provocando que su cuerpo se estremeciera al contacto. Adam había amado la nieve desde que era un niño pequeño y aquel clima le había evocado un recuerdo de su infancia. Le parecía fascinante la forma en que los copos de nieve caían balanceándose al compás del viento, y le fascinaba más aún el saber que cada copo tenía una estructura diferente una de otra y, por lo tanto, era imposible que existiesen dos iguales. Aquellas memorias de su infancia no tardaron en abordar sus pensamientos y añoró en su alma cada día de su vida de antaño, cuando no había de qué preocuparse, pues la vida era una caja con cubos de Lego donde todo era imaginación y juegos sin fin, y anhelaba volver a ver la nieve caer como aquel día. Tomó las medicinas de sobre su buró al sentir un latido de su corazón que le resultaba extraño después de mirar con entusiasmo las gotas de lluvia caer. Así que tomó una píldora; era un hábito que tenía desde hacía varios meses, pero sentía un apego poco sano hacia aquel medicamento que le facilitaba en cierta medida la vida. Estiró los brazos hacia el cielo lo más que pudo y lanzó un bostezo al viento para quitarse la pereza. Luego se decidió a bajar a tomar el desayuno antes de partir a su colegio. Una canción celta sonaba en el viejo reproductor de música de su padre que estaba en la sala de estar, donde su padre pasaba la mayor parte del tiempo estudiando la Biblia y escribiendo su discurso para el servicio del sábado en la iglesia. Ese día hizo algo no muy habitual: su bicicleta estaba rota, por lo que decidió tomar el autobús que pasaba a un lado de su casa. Se puso la capucha de su sudadera y subió al autobús luego de esperar un par de minutos a que la lluvia comenzara a mermar. Sacudió con sus manos sus hombros y ropa justo antes de subir al transporte y tomó el asiento disponible que había tres lugares detrás del primero, del lado de la ventanilla. Los jóvenes estudiantes lo miraban extrañados, pues era habitual verle llegar al colegio en su bicicleta. Adam tomó su lugar y estiró los pies hasta llevarlos por debajo del asiento que había delante de él, donde había un par de jovencitas conversando. El autobús se puso en marcha. Era una rutina, casi una tradición, que los estudiantes conversaran todos a la vez en el trayecto, convirtiendo el silencio en un murmullo constante que a los oídos de Adam se percibía como el sonido de mil trompetas desafinadas, similar al estridente sonar de los cláxones de los automóviles. El joven intentó acallar los ruidos que retumbaban en su cabeza, pero le fue imposible. Hubiera deseado en ese momento llevar consigo sus auriculares y escuchar música de su gusto a todo el volumen necesario para eliminar el ruido del exterior. Tan solo se limitó a mirar por la ventana e imaginar escenarios fascinantes. Pero a lo lejos, aquella estación de tren abandonada lo devolvió a la realidad de la cual había sido víctima el día anterior. Despertó así de su estado de sopor y un miedo repentino se hizo presente sin llegar por completo. Aspiró hondo y se armó de valor para enfrentar un día más en el mundo real. Para liberar su mente de los pensamientos intrusivos, decidió mirar por la ventanilla aquellos hermosos paisajes que se dibujaban en ese comienzo del día: las casas con sus hermosas arquitecturas con techos en forma de pico por un lado y, por el otro, desde donde él iba sentado, unos hermosos campos con un verdor casi luminoso, adornados por bellas flores moradas que daban al paisaje un aire paradisíaco. La impresión de que todo estaba bien al ver esos bellos colores y oler sus delicados aromas le llevaba por un viaje onírico al nirvana. Adam mantenía sus manos con los dedos entrelazados, apoyados sobre su regazo. Las miraba constantemente para ver si podía percibir ese leve temblor que solía tener con regularidad, pero este se negaba a aparecer. Aspiró hondo, aliviado, y miró a la chica a su lado. Esta, a su vez, le lanzó una linda sonrisa que adornó su rostro, haciéndolo ver aún más hermoso. Adam la conocía: su nombre era Olivia, una hermosa jovencita de cabello rubio cortado hasta los hombros y un hermoso color de ojos turquesa y labios rosados. El joven no supo cómo responder a su saludo; normalmente era un chico solitario al que nadie hablaba, a excepción de algunos muchachos que solo lo hacían para molestar. Adam devolvió la sonrisa a aquella muchacha y luego volvió su vista de nuevo hacia la ventanilla. Llegó por fin al colegio y bajó del autobús junto con varios estudiantes más, mezclándose así con ellos. Aquellos muchachos que lo habían seguido la tarde pasada lo habían visto bajar del transporte, pues esperaban verlo llegar como habitualmente lo hacía: en su bicicleta. Entró entonces por la puerta abierta del colegio, cuyas instalaciones constaban de tres pisos de altura. Rodeado por las grandes paredes con ventanas, un amplio patio con árboles hermosos, bancas y flores de todo tipo. Dicho jardín servía como descanso para los jóvenes en hora de recreo. Entró entonces por la puerta de entrada a las instalaciones escolares. Se dirigió con una actitud seria. Los demás jóvenes solían mirarlo como si él fuera alguien raro: corría el rumor por los salones de que el hermano de Adam estaba saliendo con la novia de uno de los chicos populares del colegio, siendo este el sobrino del profesor que impartía la clase de inglés y, a su vez, parte del equipo de fútbol de la escuela. Adam sabía que el problema no era con él, pero entendía que solo el hecho de ser hermano de Alek significaba un gran problema, pues aquellos muchachos llevaban más de un par de semanas molestándolo constantemente. Adam caminaba a su salón, el cual estaba a la orilla del pasillo del primer piso. Algunos jóvenes estaban ya en sus aulas y otros conversaban con sus amigos y compañeros; otros tantos caminaban a sus salones y hacían el tonto con actitudes típicas de esa edad. De pronto sintió una breve presión en el pecho que le impidió respirar por unos breves momentos. Miraba a su alrededor pasar a los demás estudiantes y esa sensación de ahogo se hacía más fuerte. Empezó a caminar más lento para calmar su ansiedad. Un vértigo comenzaba a nacer, nublándole la vista por un momento. Alzó los hombros y aspiró hondo para luego seguir caminando. —¿Listo para un nuevo día, Adam? —Mencionó una mujer que caminaba rápidamente a su lado. Él se estremeció. Luego la miró y se percató de que era la maestra Aurora, la profesora de biología. Adam intentó parecer lo más calmado posible, dispuesto a responder a la mujer, pero solo se limitó a asentir con la cabeza. —¿Todo bien? ¿Cómo vas con lo de tu ansiedad? —Insistió esta al no obtener respuesta del joven. —¡Bien! —Respondió Adam, intentando no mostrarse demasiado nervioso, pues hablar de esos temas le incomodaba—. A veces es difícil, pero estoy bien. Y sigo tomando el medicamento. —Me da gusto, espero te mejores pronto. —¡Gracias! —Respondió este y se dirigieron juntos hasta el último salón del pasillo, a donde ambos debían llegar. Entró la profesora y después de ella Adam, quien tomó inmediatamente su asiento en la primera fila y la última banca. Sus compañeros, que ya estaban allí, lo miraban sin disimular que hablaban de él y reían. Adam solo se limitaba a bajar la mirada y a susurrar palabras que repetía como un mantra: —¡Ignóralos! ¡Todo está bien! —decía una y otra vez, tratando de controlar sus impulsos. De pronto una especie de aturdimiento le vino por sorpresa. Era como estar debajo del agua; el ruido y los sonidos comenzaban a tornarse opacos y lejanos. Un distanciamiento de su pensamiento se comenzó a precipitar sin aviso; una sensación que solía llegar con regularidad, atenuaba sus sentidos y lo confundía. Eran los efectos de aquel medicamento que tomaba cada noche antes de dormir y que esa mañana había tomado porque la noche anterior había olvidado hacerlo, sin pensar que durante el día sentiría ese efecto adormecedor del Valium. —¡Adam! ¡Adam! —Escuchó de pronto la voz de la maestra, que lo llamaba, haciendo un efecto como si estuviera dentro del agua. Miró alrededor y vio cómo todos se reían de él; estaba mentalmente distante del mundo que lo rodeaba. —¿Sí? —Mencionó al obligarse a estar consciente del exterior. —¿Puedes decirme cuáles son las células eucariotas? Necesito que estén más atentos, ¡por favor! —¡Perdón! Estaba distraído —Se disculpó este mirando alrededor. —¡Siempre estás distraído! —Mencionó uno de sus compañeros. Todos comenzaron a reír mientras Adam se ponía de pie para responder a la pregunta formulada por la maestra, tratando de ignorar las burlas de sus compañeros. —Emmm —Titubeó. —Las células eucariotas son células con un núcleo definido y delimitado por una membrana nuclear. Dentro de ella es donde se encuentra el material genético de la célula, o sea el ADN, que está distribuido en cromosomas y unido a proteínas. En el caso de las plantas, hongos y protistas pluricelulares, tienen una pared celular. También tienen un citoesqueleto formado por microtúbulos y filamentos proteicos. Adam era uno de los mejores estudiantes de biología, pues era la materia que más le gustaba y en la que sobresalía de todas las demás. La maestra le sugirió sentarse, felicitándolo por haber respondido correctamente. Algunos de sus compañeros lo abucheaban mientras otros le aplaudían y le animaban. Esto le provocó un sonrojo que sintió grato; le gustaba sentirse aceptado de vez en cuando. Al lado de él, en la fila del medio, su compañero de nombre Bram le lanzó una mirada sonriente, mostrando su pulgar hacia arriba con su mano izquierda. Adam entendió que fue una muestra de apoyo y devolvió la sonrisa. Aquel joven muchacho de complexión morena, ojos enormes y cabello rizado, alto y delgado, era de los pocos compañeros de clase con los que Adam podía conversar y convivir sin sentirse incómodo. Era un chico agradable que siempre tenía algo que decir, motivo por el cual hablaba y hablaba sin parar, siempre contando sus historias y vivencias. Esto divertía a Adam, pues las anécdotas de Bram eran extravagantes y en cierta parte divertidas, aunque a la vez le resultaban extensas. El hermano de Adam, Alek, solía pasar los recesos con sus amistades más allegadas, con quienes compartía las mismas aficiones y formas de divertirse. Ese día sábado se llevaría a cabo el festejo del día del rey Guillermo Alejandro (Willem Alexander) y los jóvenes mostraban una ansia energética porque llegase ese día, siendo uno de los más esperados del año por los jóvenes. Un día en el que podrían gozar de su ilimitada libertad: beber, bailar, cantar, reír y un sinfín de excesos, aunque el festejo no sea mérito del libertinaje. Adam caminaba por el pasillo en camino a la cafetería, donde compraría algún emparedado o quizás algún pastelillo para merendar. Miraba a sus compañeros de colegio y todos le resultaban personas tan insípidas. Se sentía ajeno en un lugar extraño, se sentía extranjero en tierras lejanas. Miraba a los jóvenes correr, bromear y reír, hablar cosas sin sentido, alguno fumando a escondidas de los profesores, y se alegraba de ser parte de la minoría de jóvenes que no seguía esas modas dañinas y comunes de la era moderna. Su hermano pasaba a su lado con sus compañeros y parecían ser completos desconocidos, pues este desviaba la mirada para así evadir a Adam, quien no le tomaba importancia y proseguía su camino a paso firme ante el desplante de su hermano mayor. Subió el primer escalón hacia el segundo piso, un paso después del otro, hasta que por fin subió y se dirigió así hasta la cafetería, donde compró una deliciosa tarta de fresa que a él le encantaba más que los emparedados o panqueques que cada día preparaban los cocineros. Tomó asiento en una de las mesas más desocupadas; a la mayoría le gustaba pasar la hora del receso en las áreas verdes. En frente de él estaba un grupo de muchachos de primer grado, todos amigos. A su lado tomaba asiento Bram, con quien hacía unos días comenzaba a conversar cada vez que había la oportunidad. Adam no tenía bien claro cuáles eran las intenciones de aquel muchacho, pues en todo el transcurso de ese ciclo escolar nunca había mostrado el más mínimo interés en hablar con Adam. Y tan solo dos semanas atrás, eso había cambiado: le saludaba cuando llegaba a clases o cuando por casualidad se miraban en algún lugar. Llevaban ya un par de días que habían pasado el receso juntos, conversando y bromeando. Adam, quien era un muchacho tímido, poco a poco comenzaba a desenvolverse con Bram, quien cada vez se mostraba más amistoso con él. —Hola, Adam. ¿Cómo has estado? —Mencionó este con una enorme sonrisa al tomar aquel asiento vacío. —¡Excelente! Me he sentido bien últimamente. Respondió Adam, quien no se había percatado de que su nuevo amigo lo había seguido hasta aquel lugar. —¿Estás seguro? Te he notado algo distante en clases. Era obvio en la actitud de Adam que algo ocurría, pues no era su comportamiento habitual. Adam se sonrojó y no pudo evitar sonreír. —Estoy bien, en serio. Me he tomado medicamento esta mañana y supongo que me siento un poco anestesiado. —Creí que me habías dicho que te lo tomabas por las noches. —¡Sí! Quizás por eso me siento así —Mencionó en una risa genuina y leve. Un joven se acercaba a la mesa hasta el grupo de chicos que estaba delante de ellos tomando el almuerzo y tocó a uno de ellos en el hombro para llamar su atención. Este giró la cabeza para averiguar de quién se trataba. El chico que estaba en pie bajó su mochila y buscó algo que tomó en su mano. Adam pudo ver que se trataba de una bolsa pequeña, la cual era depositada con decoro en la mano de aquel otro muchacho. Adam miró a su amigo y este, a su vez, lanzó una mirada a Adam. Ambos habían visto aquello, pero prefirieron fingir no haber visto nada y prosiguieron comiendo y platicando de vez en cuando.
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