EL PASADO NO ESTÁ ENTERRADO

1675 Palabras
El lunes había sido un tormento. El martes, una prueba de fuego. Y ahora, dos días después de aquella primera reunión en la que descubrió que Alejandro e Isabela trabajaban en la misma firma, Emilia ya sentía que su vida profesional era una cuerda floja sostenida sobre un abismo. Cada mañana se levantaba con un nudo en el estómago, pero también con un fuego nuevo en el pecho. Ese lugar era su sueño. Había luchado durante dos años, había pasado noches enteras estudiando mientras el mundo dormía, había sacrificado todo lo que había sido su vida con tal de convertirse en arquitecta. Alejandro e Isabela le habían arrebatado demasiado; no pensaba darles el gusto de arrancarle también ese sueño. Se miró al espejo mientras ajustaba la chaqueta beige sobre la blusa color marfil. El reflejo le devolvió a una mujer distinta de la que había sido dos años atrás: más fuerte, con la mirada firme, con un aire de independencia que antes ni conocía. —No me van a derrotar —murmuró, y salió rumbo a la oficina. La firma Blake & Asociados era un monstruo de cristal y acero en el corazón de Dallas. Cada vez que entraba, sentía ese cosquilleo en la piel, esa mezcla de admiración y nerviosismo. La recepción era amplia, decorada con elegancia minimalista, y todo parecía gritar éxito y perfección. Pero la perfección se rompía apenas subía al piso doce, donde Alejandro e Isabela se encargaban de recordarle con cada mirada, cada sonrisa venenosa y cada comentario disfrazado de cortesía, que su presencia allí era indeseada. Ese miércoles no fue la excepción. —Vaya, si no es la prodigio —susurró Isabela, al cruzarse con ella en el pasillo, portapapeles en mano—. Escuché que te esforzaste mucho para estar aquí. Lástima que el talento no siempre compensa la falta de experiencia. Emilia se detuvo un instante. Respiró hondo, mantuvo la compostura. —Ya lo veremos en los resultados —respondió con calma, sin regalarle más satisfacción. Los ojos verdes de Isabela destellaron un segundo de furia antes de que volviera a sonreír con falsedad. Más tarde, en la sala de proyectos, Alejandro se encargó de lanzarle una daga aún más punzante. —Emilia —dijo en voz alta, para que todos los presentes escucharan—, revisé tus propuestas para la fachada. Interesantes… aunque poco realistas. ¿O es que sigues pensando como estudiante? Aquí trabajamos con presupuestos, con plazos, no con sueños de universidad. Hubo risitas contenidas entre algunos del equipo. El aire se tensó. Emilia sintió cómo la humillación le ardía en las mejillas, pero también la ira la empujaba a no retroceder. —Curioso —replicó, mirándolo fijamente—, porque cuando presenté esas mismas ideas a la junta preliminar, recibieron comentarios muy positivos. Tal vez el problema no está en las propuestas, sino en quién las evalúa. El silencio cayó como un peso en la sala. Alejandro apretó la mandíbula, y por un segundo, a Emilia le pareció que iba a perder el control. Pero él se limitó a sonreír con ese gesto arrogante que conocía tan bien. —Ya veremos cuánto aguantas aquí, Emilia. Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Sabía que la verdadera prueba llegaría en la reunión de esa tarde: la presentación de avances al director de operaciones. El nombre había pasado desapercibido al principio por la poca información que Emilia tenía. «Gavin Blake». Uno de los dueños de la empresa —junto con sus dos hermanos, Colton el mayor, Olivia, la menor—, socio principal, recién regresado de su viaje de negocios en Houston. Para Emilia, aquel nombre solo era un título más cuando la secretaria repartió la agenda con el nombre en letras grandes. Aunque el pulso le tembló, porque años de estudio y de prácticas en múltiples estudios de arquitectura, no la habían preparado del todo para su primera gran propuesta, y esa era una de las más grandes que existían: una cadena hotelera con obras de desarrollo inicial en diez grandes ciudades de Estados Unidos. [...] Desde su oficina, Alejandro observaba la ciudad a través de los ventanales. Habían pasado dos años desde que todo se derrumbó: el video, el despido, la ruina. Había tenido que arrastrarse, tragarse su orgullo, aceptar trabajos mediocres, hasta que por fin consiguió volver a levantarse. Y ahora Emilia estaba allí, en la misma empresa, como una sombra que no podía borrar. La odiaba. Con todo su ser. Por haberlo expuesto, por haber destruido lo que había construido, por hacerle perder el respeto en la industria. Sí, él había cometido errores, pero ella lo había crucificado. —No la soportaré mucho tiempo —murmuró entre dientes. La reunión de la tarde sería crucial. Él estaba al mando del proyecto, y no iba. a permitir que Emilia presentara su proyecto. Él reconocía que era muy buena, incluso mucho más que él y eso podía ser perjudicial. No iba a dejar que hablara siquiera. La empujaría a quedar como una estúpida y entonces tendría la excusa perfecta para hundirla frente a la dirección. Se acomodó la corbata y sonrió con un brillo oscuro. —Esta vez, serás tú la que pierda todo, Emilia. [...] Para Isabela, todo era un juego. Había perdido mucho también: su empleo anterior, su reputación, incluso a Alejandro durante un tiempo. Pero al final,había vuelto a él, aunque con algunos obstáculos de por medio, pero estaba de su lado y la apoyaba; eso le bastaba. Ver a Emilia allí, con su porte altivo y sus ojos determinados, era como tener frente a ella un recordatorio viviente de la traición. Pero no sentía culpa. Sentía desafío. «Ya no eres nada —pensaba mientras caminaba hacia la sala de juntas—. Lo tuviste todo, y ahora vienes a competir conmigo. No sabes con quién te enfrentas, Emilia». [...] La sala de juntas del piso dieciséis era imponente: una mesa larga de madera oscura, rodeada de sillas de cuero, y al fondo, una pantalla enorme para las presentaciones. El aire olía a café recién hecho y a tensión contenida. Emilia repasaba mentalmente sus diapositivas. Sus manos estaban frías, pero su mente afilada. Había trabajado duro en cada detalle, sabía que su propuesta era sólida. Lo que no podía controlar era la reacción de quienes estarían en esa mesa. La puerta se abrió. El murmullo se apagó de golpe. Un hombre entró, alto, imponente, con un porte natural que llenaba la habitación. Traje gris oscuro perfectamente entallado, cabello oscuro peinado hacia atrás, mirada de acero. Entonces, algo en el pecho de Emilia se agitó. Un recuerdo. Una chispa. No podía ser. No debía ser. Pero la intuición le decía que sí. Que el mundo era cruelmente irónico. Lo miró frenéticamente, buscando alguna discrepancia en sus rasgos. Algo, cualquier cosa que le dijera que no era la misma persona. Pero la forma en que los ojos de Gavin se estrecharon sobre ella, le dijo que no la encontraría. El corazón de Emilia dio un vuelco tan fuerte que casi la dejó sin aliento. Era él. El desconocido del bar. El hombre con el que había compartido esa noche prohibida, intensa, salvaje. El que había marcado su piel y su memoria con un fuego que nunca había sentido. Dos años después, estaba allí. Y no solo eso: era su jefe. La intensidad de su mirada la inundó de recuerdos: las cosas que le dijo mientras la hacía correrse; su voz grave y oscura murmurándole palabras obscenas al oído mientras la penetraba una y otra vez; su boca entre sus piernas después, provocándole intensos orgasmos; la lenta caricia de su lengua calmando el escozor que su cuerpo dejó tras de sí. «¡Carajo!». ¿Qué tenía la vida contra ella? ¿No le bastaba con haber cruzado otra vez en su camino a Alejandro e Isabela, sino que también tenía que poner en el mismo a ese hombre que nunca olvidó y que cada noche, en la oscuridad de su habitación, bajo las sábanas blancas, cuando el deseo ponía a arder su entrepierna, traía a su memoria mientras se tocaba imaginando que era él quien lo hacía? Tragó saliva, obligándose a mantener el rostro neutro. Nadie debía notarlo. Nadie. Incluso él, quien esperaba, no la recordara. [...] Al entrar en la sala, Gavin dejó que su mirada recorriera a los presentes con la misma frialdad calculada que lo caracterizaba. Había pasado años perfeccionando esa fachada de control absoluto. Pero entonces la vio. La reconoció de inmediato, aunque habían pasado dos años. Esos ojos de gata, esa boca, esa presencia. El golpe fue tan fuerte que casi perdió el compás de sus pasos. Recordó el bar, el vestido n***o, la risa nerviosa, la forma en que ella lo había mirado como si quisiera olvidar el mundo. Recordó su piel contra la suya, la intensidad de una noche que había creído enterrada. Y ahora estaba allí, sentada con un portafolios, en su empresa. Su empresa. «¿Qué hace ella aquí? ¿Por qué está aquí?». Miles de preguntas invadieron su cabeza, pero, por más que trató de encontrar una respuesta lógica, no pudo hacerlo. Gavin se obligó a controlar cada músculo de su rostro. Nadie debía notar nada. No era un hombre que mostrara debilidades, mucho menos frente a su equipo. Y esa mujer, aunque hubieran pasado dos años y su recuerdo permaneciera intacto en su cabeza, muy diferente a lo que él estaba acostumbrado: follar y olvidar, no iba a ser una debilidad. —Buenos días a todos —dijo con voz firme, tomando asiento en la cabecera de la mesa. Pero en su interior, el caos era absoluto. —Buenos días —repitieron todos a una voz. Cuando la reunión comenzó, se obligó a mantener su mirada alejada de ella, pero le resultó imposible. El azul intenso y frío de su mirada se clavó en ella y absorbió toda esa belleza que seguía siendo tan jodidamente adictiva de admirar. «Mierda». Tal parecía que el pasado no estaba tan enterrado como él suponía.
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