Gavin cerró la puerta del ascensor con la misma precisión con la que cerraba cualquier asunto que no toleraba ambigüedades. Había pasado el día entero en la oficina con la cabeza tan fría como un bisturí; había negociado, ordenado, hecho que otros obedecieran. La mente de negocios no le daba tregua. Y, sin embargo, todo eso se resquebrajaba por dentro al cruzar el umbral de su propio penthouse. La señora Smith le había informado desde temprano que no iba a poder presentarse a trabajar en la casa para cuidar a Emilia porque tenía que atender un asunto personal, así que esperaba que ella sola hubiera podido arreglárselas sin hacer mucho esfuerzo. El apartamento olía a café frío y a algo tenue que no atinó a identificar —un rastro de perfume, quizá—. Lo primero que hizo fue dejar los papele

