No había prisa. Con Isabela nunca la había: cada movimiento suyo era calculado, medido, como una jugada en una partida de ajedrez. Cuando salió de la sala de juntas, después de la reunión, y vio a Olivia conversando con un par de asistentes, lo supo: era el momento perfecto. Se acercó despacio, con pasos seguros y una sonrisa amplia en los labios. Una sonrisa de víbora. Esa sonrisa que solía conquistar voluntades y abrir puertas. —Olivia, querida —saludó con efusividad, inclinándose apenas para rozar su mejilla con un beso breve—. Qué gusto verte. Olivia correspondió con una sonrisa sincera. Como la mejor amiga del hombre que amaba, ella consideraba a Isabela una buena amiga y mantenían una relación que ella consideraba recíproca, sincera y pura. La amistad había nacido de los tantos mo

