(Perspectiva de Victoria)
A la mañana siguiente, llegué a la escuela con un nudo en el estómago. Busqué a Miguel con la mirada entre los pasillos, en cada rincón, esperando encontrarlo como siempre. Pero no estaba.
El sonido de los balonazos y las risas me hizo pensar que Miguel podría estar en las canchas. Me dirigí allí, donde solía pasar el tiempo con sus amigos, con la esperanza de verlo entre ellos.
Al acercarme, busqué su rostro, pero solo estaban Wolfgang, Manolo y algunos más.
Me acerqué a Wolfgang con paso inseguro, dudando si debía hacerlo, pero las ganas de saber de Miguel pudieron más que mi orgullo.
—¿Y Miguel? —pregunté al fin, después de unos segundos de silencio, intentando que mi voz sonara casual, aunque por dentro me estaba comiendo la ansiedad.
Wolfgang, sudado y con la pelota girando entre sus manos, me miró con una media sonrisa, no supe si era burla o simple curiosidad.
—¿Miguel? —repitió —. No vino hoy.
—Oh… —murmuré, bajando la mirada, fingiendo que no me importaba, aunque sentí que el estómago me daba un vuelco.
Wolfgang me sostuvo la mirada un instante más, como si quisiera decir algo, pero al final solo se encogió de hombros y volvió al juego. Yo di media vuelta y me alejé despacio, con la cabeza hecha un caos.
¿Dónde estás, Miguel? ¿Estás bien? pensé, con el corazón apretado por la preocupación.
Iba camino a mi salón cuando, de pronto, Mina y Nina aparecieron en el pasillo, casi corriendo hacia mí.
—¡Vic! —Mina me agarró de los brazos, con los ojos brillándole con lo que yo creí era preocupación mezclada con enojo—. ¿Qué pasó anoche? Miguel te sacó horrible frente a todos y sus amigos no nos dejaron seguirlos. Después tú no respondiste ninguno de nuestros mensajes ni llamadas… nos tenías realmente preocupadas.
Nina, más tranquila, solo me sostuvo la mirada, preocupada.
—¿Estás bien?
Tragué saliva. No sabía qué contestar.
—Estoy bien… —mentí, forzando una sonrisa—. Miguel solo… estaba preocupado. Se enojó porque bailé con alguien que no conocía.
Mina arqueó una ceja, soltando una risa incrédula.
—¿Preocupado? —repitió, casi burlándose—. ¡Eso no es preocupación, Vic! Eso es control. ¡Se está tomando derechos que no le corresponden!
—Mina… —intenté suavizar, pero ella no se detuvo.
—No está bien que te trate así. —Frunció el ceño, apretando un poco más mis brazos, como si quisiera sacudirme para hacerme entrar en razón—. Está loco. Tienes que alejarte de él antes de que esto se ponga peor.
—Ella tiene razón, Vic. Miguel no es… alguien seguro para ti. —Nina me miró con esa calma suya que siempre me desarmaba—. Pero bueno… ¿ya arreglaron las cosas? ¿Te pidió perdón?
Bajé la vista.
—No. No me ha hablado desde anoche. Sigue enojado conmigo.
El silencio me hizo tragar saliva. Estuve a punto de decirlo, de soltar esa palabra que me quemaba, pero la vergüenza me cerró la garganta. No quería ver sus caras si lo confesaba.
Me quedé callada, mordiéndome los labios, la mirada en el suelo. Las palabras de Miguel seguían martillando en mi cabeza, clavándose como agujas. ¿Cómo iba a decirles que él me había llamado una… cualquiera?
—Vic… —Nina me habló con esa calma suya, mirándome tan fijo que sentí que me atravesaba—. Hay algo más, ¿verdad?
Di un pequeño sobresalto y giré a verla rápido, casi asustada, como si hubiera leído exactamente lo que estaba pensando. Tragué saliva.
—No… no es nada —mentí, bajando la mirada mientras la garganta se me cerraba más con cada palabra.
Nina intercambió una mirada rápida con Mina, una de esas que parecen decir mil cosas, pero no insistió. Yo agradecí ese silencio.
Forcé una sonrisa y desvié la conversación hacia cualquier tema que no tuviera que ver con Miguel, aferrándome a esa falsa normalidad que me protegía.
Las horas de clase pasaron arrastrándose, como si el reloj se burlara de mí. Intenté concentrarme. Miraba el pizarrón, pero las palabras de la maestra se mezclaban con el zumbido de mis propios pensamientos.
Cada vez que cerraba los ojos, lo veía. No podía dejar de pensar en Miguel. En qué estaría haciendo. Me preguntaba si él también estaría igual de confundido que yo… si le pesaban las cosas que me dijo, si acaso pensaba en mí aunque fuera un poco.
A la salida, Mina apareció en la puerta de mi salón justo cuando todos se preparaban para irse. Caminó entre los pupitres con esa seguridad suya hasta detenerse a mi lado.
—Escucha —me susurró mientras yo recogía mis cosas—. Seguramente va a estar afuera y va a querer hablar contigo. No le des el gusto, ignóralo. Es lo mejor, ¿ok?
Asentí, sin mucha convicción.
Salimos juntas, Mina y Nina a cada lado mío, como si fueran mis escoltas.
—Ahí está… —Mina murmuró, casi siseando, y me tomó del brazo jalando suavemente para que no levantara demasiado la mirada.
—Camina conmigo. Recuerda, ignoralo —añadió, apretando mi brazo.
Y yo, ingenua, sin saber qué hacer, le hice caso.
Entonces lo vi.
Ahí estaba.
Apoyado contra la pared y esa maldita pose de chico malo, como si nada hubiera pasado.
El corazón me dio un salto tan fuerte que sentí que se me iba a salir del pecho.
No me miró de inmediato, pero cuando lo hizo… sentí cómo esa decisión que había tomado con Mina de ignorarlo se desmoronaba en un segundo.
Aun así, Mina caminaba a mi lado, sujetándome del brazo con firmeza, mientras Nina solo me miraba de reojo con esa preocupación silenciosa que siempre la caracterizaba.
Seguí caminando.
Fingí que podía ignorarlo, que no me importaba. Levanté la cabeza y caminé con paso firme, como si su presencia no me afectara.
Pero era mentira. No había forma de engañarme.
Y entonces escuché su voz detrás de mí:
—¡Victoria! —me llamó, firme, con esa manera suya de hacer que todo alrededor se callara.
El grito me atravesó, y todo mi cuerpo reaccionó por instinto, tensándose. Estuve a punto de detenerme, pero Mina me sujetó con más fuerza del brazo, apretando con una determinación que no me dejó opción.
—No te detengas, vámonos —me susurró entre dientes, jalándome con fuerza, como asegurándose de que no tuviera oportunidad de voltear.
Yo, confundida, solo seguí su paso, sintiendo cómo mi corazón latía tan fuerte que casi dolía.
No duró mucho. Antes de que pudiera siquiera pensar qué hacer, Miguel nos alcanzó. Su mano, firme y caliente, me sujetó del otro brazo con tanta fuerza que obligó a Mina a soltarme de golpe.
El tirón me obligó a girar, y de pronto estaba frente a él, atrapada en esos ojos oscuros, tan cerca que me faltó el aire.
Lo miré directo a los ojos, con todo el mar de emociones que llevaba acumulado.
—Vic… ¿podemos hablar? —su voz sonó firme, pero había algo distinto, una grieta en esa dureza suya que me desarmó por dentro.
Lo miré, sin saber qué hacer, con la confusión hecha un nudo en mi cara. No era odio, no era rabia… era algo que me quemaba y me asustaba al mismo tiempo.
Quise decirle que no, que se largara. Pero ahí estaba él, suplicando con los ojos, y mis labios no reaccionaban. Me quedé ahí, atrapada entre su mirada oscura que parecía suplicar y el agarre caliente de su mano en mi brazo que me tenía anclada al suelo.
—¡Suéltala, Miguel! —Mina se interpuso de inmediato, clavando su cuerpo entre nosotros, como una barrera. Sus ojos lanzaban chispas y su mandíbula apretada, como si estuviera lista para pelear—. ¿Qué carajos te pasa? ¿Te crees con derecho a arrastrarla cuando quieras?
Miguel no se movió ni un centímetro. Su mano seguía firme en mi brazo, y su mirada, oscura, no se apartaba de la mía, como si las palabras de Mina no existieran, como si solo yo importara en ese momento. Y yo… yo sentí que el corazón me temblaba dentro del pecho.
Finalmente, desvió la mirada apenas un segundo hacia Mina.
—No te metas. Esto es entre ella y yo —respondió con una frialdad que me erizó la piel.
Sus ojos volvieron a mí, y ahí… no vi al Miguel que me gritó en el auto, ni al que me hizo llorar. Vi al que conocía desde siempre. Al que, a pesar de todo, siempre había estado ahí para mí.
—Por favor… —susurró, tan bajo que solo yo lo escuché.
Tragué saliva. Mi pecho era un caos, una mezcla de enojo, miedo, confusión… y algo que aún no tenía muy claro. No quería ceder, no quería darle ese poder, pero había algo en su voz, en su mirada, que desarmaba cada barrera que intentaba poner.
Cuando di un paso hacia él, Mina se interpuso otra vez, con el ceño fruncido.
—Vic, no vayas —tomando mi mano como si con eso pudiera detenerme.
La miré un segundo, sintiendo el peso de su advertencia, pero aun así aparté su mano suavemente y me abrí paso.
—Voy a estar bien, no te preocupes —le dije, aunque ni yo misma estaba segura de eso.
—Ten cuidado —murmuró Nina, con ese tono que mezclaba molestia y verdadera preocupación. Luego suspiró, moviendo la cabeza en un claro “no” mientras se cruzaba de brazos, sin apartar de mí esa mirada de desaprobación
Mientras ellas se alejaban, sentí un vacío extraño en el pecho, como si cada paso que daban me arrancara un pedazo de seguridad. El aire se volvió denso, mi respiración tembló y el corazón golpeaba desordenado, como si supiera algo que yo aún no quería aceptar.
Porque, aunque me ponía nerviosa quedarme sola con él… parte de mí sí quería escucharlo.
Miguel me tomó de la mano con una suavidad que contrastaba con todo lo que había pasado antes. Sus dedos se entrelazaron con los míos con una seguridad tan tranquila que me desarmó. Yo me quedé inmóvil, con el corazón latiéndome en los oídos, sin saber si debía apartarme o quedarme ahí. ¿Qué estaba pasando? No lo entendía… pero tampoco solté su mano.
Su mirada… era diferente. No era la de siempre. Era algo que no sabía describir: una mezcla extraña de ternura, devoción y algo más…
Y, para rematar, esa sonrisa. Una curva leve, casi tímida, que jamás había visto en él.
—¿Tienes sed? —preguntó en un tono dulce, tan bajo que parecía temer que alguien más lo escuchara.
—No… estoy bien —respondí, apenas audible, sintiendo cómo mi voz temblaba.
Él asintió despacio, sin soltarme, y antes de que pudiera decir algo más, me quitó mis cosas del colegio con un gesto tranquilo, cargándolas él como si fuera lo más natural del mundo. Luego bajó un poco la cabeza, como si eligiera las palabras con cuidado.
—¿Quieres… caminar conmigo? —su pregunta flotó en el aire, suave, casi una súplica disfrazada de invitación.
Solo asentí, porque cualquier palabra habría salido rota.
Caminamos unos pasos en silencio, con el ruido de la ciudad apagándose a nuestro alrededor. Cada paso parecía llevarnos a un lugar donde solo existíamos él y yo, lejos de todo, lejos de todos.
Y fue ahí, mientras sentía el calor de su mano y el peso de su presencia, que lo pensé.
¿Y si lo que tenía que decirme podía cambiarlo todo?
¿Y si, al escucharlo, ya no habría vuelta atrás?