(Perspectiva de Miguel)
Desde muy pequeño aprendí lo que era la violencia. Y el miedo.
Crecí desconfiando de todo y de todos.
Uno de mis primeros recuerdos es mi madre frente al espejo, intentando cubrir con maquillaje barato los golpes que le había dejado mi padre.
—No es nada, mi amor… —me dijo ella, forzando una sonrisa a través del espejo—. No es nada…
La única vez que de verdad pensé que escaparíamos de él fue aquel día, cuando ya teníamos las maletas listas y una monja que quería ayudarnos nos esperaba afuera. Mi madre, que ya sabía que estaba embarazada de mi hermana, no dejaba de temblar, con una mano sobre su vientre, como recordando lo que estaba en juego… y yo, demasiado chico para entender, solo sabía que esa noche tenía que ser fuerte.
Pero él lo notó. Apenas se dio cuenta del bebé, lo usó como ancla y todo se arruinó. No tardó en manipularla para que se quedara. Así era él: un experto en controlar, en hacer que todos giráramos a su alrededor, aunque fuera por miedo.
—No te vas a ir, ¿oíste? —le escuché susurrar una noche, con esa voz fría que me heló la sangre—. Y con ese bebé en tu vientre… menos.
Ella intentó alzar la voz, apenas un murmullo de alas rotas, pero él la calló enseguida, soltando las palabras como una condena:
—Eres mía. Siempre lo has sido… y así será hasta que la muerte nos separe.
Siempre lo miré con temor… pero más con odio. Ese hombre que decía ser mi padre era el mismo que convertía nuestra casa en un infierno cada día.
—No lo mires así, Miguelito… —me dijo mi madre una vez, cuando él nos dio la espalda—. Si lo haces enojar… va a ser peor.
Cualquier problema —por insignificante que fuera— era suficiente para hacerlo estallar contra mi madre. Vivíamos caminando sobre vidrio, esperando el momento en que su maldito carácter explotara.
Todos decían que era un traficante de poca monta, el gato del gato… y yo nunca quise saber más. No hacía falta preguntarlo; aunque nadie lo dijera en voz alta, el peligro era un secreto a voces que respiraba en cada rincón de la casa.
Rara vez trabajaba, así que mi madre tenía que hacer hasta lo imposible para alimentarnos. Lavaba ropa ajena para ganarse unos cuantos pesos y, más de una vez, la descubrí mintiendo, diciendo que ya había comido… solo para que mi hermana y yo tuviéramos un poco más en el plato.
Le hacía honor a su nombre: Ángeles. Siempre ayudando a todo el mundo, incluso cuando era ella quien más ayuda necesitaba.
Llevaba años cuidando a los hijos de la vecina, y los quería como si fueran suyos. Y fue gracias a eso que Victoria apareció en mi vida. Ella apenas era una bebé, y yo, un niño de cinco años que todavía no entendía nada del mundo, pero que desde ese momento la tuvo siempre cerca.
Ella siempre fue una niña traviesa y soñadora, con esa ingenuidad de quien apenas empieza a aprender las reglas del mundo. Noble y bien criada, pero todavía con la cabeza llena de fantasías.
No recuerdo exactamente el momento en que empecé a cuidarla… pero sí sé que un día ya no pude parar.
Para mí era normal. ¿Cómo no hacerlo? Si cuando lloraba me daban ganas de romper el mundo en pedazos hasta verla sonreír otra vez.
—Miguel… —me dijo una vez en la escalera del edificio, con la voz más chiquita del universo —. No dejes que me regañe mi mamá…
Me agaché para verla a los ojos y le sonreí.
—Tú tranquila, yo me encargo —le respondí, como si no hubiera nada que no pudiera arreglar por ella.
Siempre andaba pegada a mí, con los moños chuecos y esa sonrisa traviesa que lograba desarmar a cualquiera. Cada vez que hacía una de las suyas y alguien estaba a punto de regañarla, se escondía detrás de mí como si yo fuera su escudo.
—¡No fue mi culpa! —protestaba, asomando solo la cabeza —. ¡Miguel me dijo que lo hiciera!
Yo fruncía el ceño, indignado pero por dentro me aguantaba la risa.
—¡Mentira! —le respondía.
Y, como siempre, terminábamos riéndonos los dos, mientras los adultos se rendían ante su carita inocente.
Los años pasaron entre juegos, travesuras y secretos compartidos. Siempre estaba ahí, con su manita aferrada a la mía, como si nada pudiera separarnos. Crecimos juntos, entre risas y moretones, entre tardes corriendo por el barrio y noches hablando de cualquier tontería bajo las estrellas.
En algún punto, sin que nadie me lo pidiera, yo ya estaba cuidándola de todo. De los regaños, de las caídas, de cualquiera que se atreviera a hacerle daño. Se volvió natural, casi instintivo. Ella confiaba en que yo siempre estaría ahí… y yo lo estaba.
Recuerdo una tarde en la azotea del edificio. El sol ya se escondía, tiñendo el cielo de un naranja apagado, mientras el aire se volvía más frío y pesado.
Y como de costumbre, desde pequeña, ella se sentó en el borde, balanceando las piernas mientras buscaba respuestas en el horizonte.
—Oye, Miguel… —murmuró, mirándome de reojo—. ¿Tú crees que algún día tendremos una casa bonita?
No le contesté de inmediato. Solo me senté a su lado, le tomé la mano y la apreté con fuerza.
—Yo te la voy a comprar —le prometí, sin pensarlo demasiado—. Una casa hermosa, con un jardín enorme, llena de flores… lejos de todo esto. Y no solo eso… yo siempre te voy a cuidar.
Victoria siempre se preocupaba por su futuro, por “ser alguien en la vida”. Siempre hablando de metas, de sueños. En cambio, yo era todo lo contrario: siempre metido en problemas… a veces sin querer. Otras, porque simplemente no sabía vivir de otra manera.
Con el tiempo, me gané fama de chico malo.
A veces me quedaba viéndola, tan segura, tan ilusionada… como si creyera que el mundo ya era suyo. Y, aun así, seguía hablándome como si pudiera arrastrarme con ella a ese futuro brillante, como si yo también pudiera ser mejor.
Recuerdo cuando intentó darme uno de sus sermones, de esos donde me miraba como si pudiera salvarme de mí mismo.
—¿Por qué siempre tienes que meterte en problemas? —preguntó, cruzando los brazos, con esa mezcla de preocupación y enojo que solo ella sabía mostrar.
Yo me recargué en la pared, encendiendo un cigarro con calma, sin apartar los ojos de ella. Le solté una sonrisa torcida, de esas que la descolocaban.
—Porque soy bueno para eso —respondí, soltando la primera bocanada de humo—. Y además… me gusta.
Ella apretó los labios, negando con la cabeza, frustrada, como si quisiera decir algo más pero supiera que no serviría de nada. Al final, solo suspiró y se quedó a mi lado, sin presionar más.
Con ella siempre era así… no necesitaba palabras, me entendía, sabía leer mis gestos como si fuera un libro abierto que solo ella supiera leer. Y cuando tocaba hablar, solo con ella me atrevía a confesar mis miedos más íntimos, esos que me hacían sentir vulnerable. Y ella, en silencio, también dejaba caer los suyos sobre mí, sabiendo que yo los guardaría.
No entendía por qué, pero tenerla cerca siempre me calmaba. Como si ella y yo hubiéramos nacido para caminar juntos.
Las cosas empezaron a cambiar cuando cumplió quince.
Un día la vi salir de su departamento con un vestido sencillo, pero bonito, de mangas acampanadas. Blanco, con pequeñas rosas rojas. Lo primero que me golpeó fue su pecho, notoriamente más lleno. Llevaba un listón justo debajo de su busto, anudado en la espalda, ajustado de una manera que lo hacía resaltar de una forma imposible de ignorar.
Y entonces me fijé en su carita… siempre llevaba esos peinados raros que le hacían en casa, pero esa vez el cabello suelto caía en rizos definidos, enmarcando cada rasgo delicado de su rostro. La vi distinta. La vi bonita… mucho más de lo que yo estaba dispuesto a admitir.
Y no supe qué carajos me pasó, pero algo en mí se encendió.
Ya no era solo ternura lo que sentía.
De pronto, mis ojos no se conformaban con verla reír… querían más.
No lo entendía. No lo quería aceptar.
Pero en el fondo ya lo sabía: esa niña ya no era tan niña y comenzaba a llamar no solo mi atención, también la de otros.
Y yo ya no era tan bueno. Así que, sujeto que se acercaba a Victoria con intenciones de molestarla, sujeto que terminaba con mis nudillos marcados en la cara.
—No tienes por qué hacer esto por mí… —me dijo una vez, con esa mezcla de enojo y ternura en la voz, como si me reprochara y me cuidara al mismo tiempo.
—Claro que sí —le solté, la mirada fija en ella, fría, intensa, como si fuera una verdad obvia—. Nadie tiene derecho a tocarte, Vic. Nadie. Y si alguien lo intenta… —incliné apenas la cabeza, con una sonrisa torcida, cruel, la que ella conocía bien— que se atenga a las consecuencias.
Era así de simple.
Protegerla no era solo un instinto. Era mi manera de decirle que nunca la dejaría sola.
Una promesa grabada bajo mi piel, en lo más profundo de mi pecho.
Una promesa que ni la vida, ni nadie podrían arrancarme.
Cuando cumplió dieciséis, Vic ya no cabía en sus propios vestidos.
No es que se vistiera provocativa, ni mucho menos. Era su cuerpo, ese maldito cuerpo que no dejaba de cambiar.
Sus curvas cada vez más marcadas, piernas más anchas, la piel bronceada más brillante que nunca y esa manía suya de sonreír con inocencia.
A veces me sorprendía mirándola demasiado tiempo y tenía que apartar la vista antes de que me descubriera.
No tenía derecho, ¿no? Al final, éramos… amigos.
Me decía a mí mismo que no pasaba nada. Que era solo como mi hermanita. Y lo repetía tantas veces que casi me lo creía, pero una parte de mí ya no soportaba.
La primera vez que lo sentí fue en una fiesta.
Fuimos juntos, como siempre, porque solo así su mamá le daba permiso. Decía que le daba más confianza saber que yo era mayor y podía cuidarla… como si no supiera que a veces yo era peor que cualquiera.
La esperaba afuera, recargado en el auto, cuando la vi salir del edificio con ese vestido… sentí cómo me hervía la sangre.
Vic se había arreglado con un vestido rojo sencillo, que a mí me pareció demasiado corto y demasiado ajustado.
Le quedaba perfecto, sí. Eso era lo peor.
—¿Así vas a salir? —le solté, sin pensar.
Ella me miró como si no entendiera.
—¿Qué tiene? —me dijo con esa sonrisa dulce, ajustándose las arracadas y soltando su cabello.
—Nada… nada. Súbete al coche —mascullé, tragándome la rabia.
En la fiesta, todos la miraban.
Y yo me repetía que no pasaba nada.