(Perspectiva de Victoria)
Desde que empezamos nuestra relación, Miguel insistía todos los días en esperarme en la esquina para irnos juntos al colegio.
Ya se estaba volviendo una costumbre… una peligrosa, pero bonita costumbre; me daba miedo que la gente empezara a hablar.
Yo siempre intentaba que llegáramos temprano y, a la salida, me escabullía para encontrarme con él unas cuadras más adelante, todo para evitar miradas incómodas.
Pero justo una mañana, apenas crucé el arco de la entrada, me topé de frente con Mina y Nina.
Miguel me llevaba de la mano y, al verlas, me quedé inmóvil.
Intenté soltarlo disimuladamente, fingiendo normalidad, pero por la mirada de Mina supe que no había servido de nada.
Me fui directo a mi salón, sin decirle una sola palabra a Miguel.
Solo quería esconderme, respirar. Sabía lo que me esperaba con Mina.
Pero ni siquiera crucé la puerta cuando escuché su voz helada clavándose en mi espalda…
—¿Así que decidiste seguir con Miguel?
Tragué saliva y me giré lentamente.
Ahí estaban las dos: Mina, brazos cruzados y expresión de evidente molestia; Nina, con la mirada llena de preocupación.
—Mina… yo… —apenas pude decir.
—Eres más tonta de lo que pensé —soltó—. ¿Para qué nos cuentas que vas a andar con Miguel y luego te escondes?
—No sé de qué hablas —respondí, cortante, caminando hacia mi pupitre como si nada.
—Vic, te vimos con Miguel hoy, ayer y antier… —intervino Nina con un tono más suave—. ¿Por qué te estás escondiendo de nosotras? ¿Ya no nos tienes confianza?
La miré con un poco de tristeza. Nina siempre había demostrado preocuparse sinceramente por mí. Le iba a explicar, pero Mina me volvió a interrumpir.
—¿Qué? ¿Quieres llevarlo con calma? —se burló descaradamente—. Haces bien, ya sabes… como Miguel es… ¿cómo decirlo? ¡Mujeriego! Al rato conoce a otra chica guapísima y…
—¡Mina, basta! —explotó Nina, harta—. Siempre con tus comentarios fuera de lugar.
—¿Dije mentiras? —replicó Mina, sin despegar sus ojos de mí—. Mírate… tan ingenua, creyendo que va en serio con Miguel. Él nunca va a cambiar.
—Ese ya es problema de Victoria —insistió Nina, esta vez un poco más firme, mirándola fijamente—. Si ella quiere estar con él, allá ella.
Luego me volteó a ver y me dedicó una sonrisa dulce.
—No le hagas caso, Vic. Disfrútalo. Si no funciona… ya verán qué pasa. Igual pueden quedar como amigos de nuevo.
Le sonreí sin decir nada, pero algo me dejó incómoda; las palabras de Mina tenían una intención extraña, una que no encajaba con alguien que se supone que se preocupa por mí.
Ese pensamiento me persiguió toda la mañana.
Necesitaba verlo; él siempre me acomodaba el corazón. Y Nina tenía razón: iba a disfrutar esto, durara lo que durara.
Así que, cuando sonó la campana, no me fui a esconder como siempre para esperarlo.
Me quedé en el pasillo, recargada en los casilleros, tratando de disimular los nervios.
A lo lejos lo vi acercarse con sus amigos, y el corazón se me aceleró.
Pero el impulso bonito se apagó al ver a Mina y Nina detrás de él.
De golpe, la incomodidad regresó.
Cuando Miguel llegó, me rodeó la cintura con esa seguridad suya que siempre me desarmaba y me acercó suavemente a él para besarme.
Yo esquivé el beso, sintiendo las mejillas encenderse.
Las miradas de Mina y Nina me cayeron como un balde de agua fría, haciéndome sentir expuesta a su juicio silencioso.
Miguel lo notó.
—Eh… ven acá —murmuró, sujetándome suavemente.
Se inclinó y, en lugar de insistir con el beso, apoyó sus labios en mi cuello. Un escalofrío me recorrió entera.
—Miguel… espera… —susurré, aferrándome a sus brazos y apoyando la frente en su hombro.
—¿Qué pasa, pequeña? —susurró contra mi piel—. ¿Todo bien?
Antes de que pudiera responder, la escuché.
La voz de Mina. Burlona y clara, como si hubiera estado esperando el momento perfecto para soltar su veneno.
—¡Hey, Miguel! —gritó, con ese tono falso que usaba para llamar la atención—. No tan agarraditos… que me pongo celosa. No olvides que primero fuiste mío.
Enseguida soltó una carcajada que explotó en el pasillo, tan fuerte y escandalosa que varias cabezas se voltearon de inmediato, buscando el chisme.
—¡Ya deja de decir estupideces, Mina! Vámonos —dijo Nina, jalándola del brazo.
Antes de irse, me miró con una mezcla de pena y disculpa.
—Lo siento, Vic…
Y se la llevó casi arrastrándola, mientras Mina no dejaba de reírse.
Volteé a Miguel, esperando una explicación a lo que acababa de escuchar.
Él me devolvió la mirada en silencio, pero sus ojos decían suficiente: incomodidad, tensión… y algo que parecía culpa.
El camino a casa fue un infierno silencioso.
Caminábamos uno al lado del otro, sin tocarnos.
Se podía sentir la incomodidad y la distancia como si hubiera un muro invisible entre nosotros.
La frase de Mina me daba vueltas en la cabeza una y otra vez, haciendo que esa mezcla de duda y coraje solo creciera más.
Apenas llegamos al edificio, lo tomé del brazo y lo jalé al callejón de atrás.
No quería esta conversación frente a ningún vecino chismoso.
Miguel me siguió sin protestar.
Cuando quedamos solos, me giré para enfrentarlo.
Tenía el corazón latiendo a mil… hasta que simplemente estallé.
—¿Qué fue todo eso? —pregunté al fin, clavando una mirada seria en él—. ¿Me lo vas a explicar?
Él me miró como si no entendiera.
Pero le conocía esa expresión… la que usa cuando intenta hacerse el tonto para evitar un problema.
Como si fingir pudiera salvarlo.
—¿De qué hablas? —preguntó, fingiendo calma.
—No soy tonta, Miguel —repliqué con la voz tensa—. La escuché. ¿Vamos a empezar con secretos y mentiras?
Él se pasó una mano por la nuca, tensando la mandíbula, como si se preparara para soltar algo que no quería decir.
—Está bien… —suspiró hondo—. Una vez estuve con Mina. Fue hace mucho… y no significó nada.
Sentí un punzón en el pecho, pero no aparté la mirada.
—¿Cuánto es “mucho”? Sé exacto —lo interrumpí, cruzando los brazos, exigiendo una respuesta clara.
Miguel bajó la mirada y habló casi a regañadientes.
—Unos meses antes de entrar a la prepa —admitió al fin—. Wolfgang hizo una fiesta en su casa… y ella estaba ahí.
—¿Y luego? —pregunté, firme—. Quiero detalles.
La paciencia se le evaporó del semblante.
—¿Qué quieres que te diga? —soltó, frustrado—. ¿Que te describa cómo fue? ¿Qué palabra quieres que use para que me creas?
Se pasó una mano por la cara, tenso, y luego me miró fijamente.
—Yo estaba muy tomado… y simplemente pasó.
El pecho se me encogió de golpe.
—Entonces… —pregunté, intentando contener el enojo—. ¿No se volvieron a ver? ¿Ni mensajes? ¿Ni… nada?
Miguel frunció el ceño, como si no entendiera por qué seguía escarbando.
—Victoria… —dijo con cansancio—. Fue solo esa vez y jamás le volví a hablar. Punto.
—¿Y por qué ahora se hablan como si nada? —insistí—. ¿Qué, acaso se volvieron íntimos amigos?
Miguel apretó la mandíbula.
—No somos amigos. Cuando ella se hizo tu amiga, fue cuando volvió a hablarme y a comportarse como si nada hubiera pasado.
Mi cabeza no se detenía. Nada de lo que decía me terminaba de cuadrar.
Todas las cosas que Mina me había dicho… su fama de él… era imposible no dudar.
Ya no pude contenerme; todo ese caos que había intentado tragarme desde hace semanas simplemente se derramó.
—¿Y por qué le dijiste que yo era “como tu hermana”? —reclamé, con la voz quebrándoseme de la rabia—. ¿Por qué le dijiste que yo no te gustaba?
Miguel rodó los ojos y soltó un resoplido tenso, como si esas palabras lo persiguieran desde el pasado para atormentarlo.
—Porque en ese momento… ni yo aceptaba lo que sentía por ti —admitió, más bajo—. Y ella se acercó a preguntarme si tú y yo teníamos algo… yo lo negué. No sabía qué hacer con lo que estaba empezando a sentir.
Esa confesión solo me encendió más.
No quería sonar celosa.
Pero sabía que lo estaba siendo.
Y odiaba sentirme tan tonta e insegura.
—No entiendo… —solté, con la voz ya rota mientras las lágrimas empezaban a caer—. Si no significó nada… ¿por qué dejaste que fuera ella la que viniera a escupírmelo en la cara? ¿De dónde sale esa confianza suya?
Miguel dio un paso firme hacia mí y, antes de que pudiera retroceder, me envolvió entre sus brazos, pegándome a su pecho como si quisiera fundirme en él.
—Victoria… basta —pidió, casi en un ruego—. Detente, por favor. No le des más vueltas. No quiero que te hagas daño con algo que no existe.
Sus ojos buscaron los míos.
—Mírame —pidió, apretando mi cintura—. Por favor, mírame.
Negué con la cabeza, porque el coraje todavía lo tenía atorado a mitad del pecho. Yo seguía rígida, hecha un nudo.
Pero él no se rindió.
Sus labios bajaron a mi cuello y me besó suave, tan despacio que me derretía la resistencia sin que yo quisiera admitirlo.
—No tiene ninguna confianza conmigo —susurró contra mi piel—. No sabía que diría eso. No le des importancia… la única que me importa eres tú. Fue una estupidez. Solo una vez. Y te lo juro… jamás volvió a pasar.
Sus manos me sujetaron más fuerte y sentí su respiración caliente en mi cuello.
—Quiero estar contigo —continuó—. Y sé que te cuesta creer en mí… pero te juro que estoy intentando hacer las cosas bien. Nada de lo que diga esa víbora es verdad.
Y ahí, pegada a él, con su olor, su voz, sus manos sosteniéndome y mi corazón deshaciéndose, ya no estaba segura de qué dolía más: si mis miedos… o lo mucho que quería estar con él.
Quería creerle.
Juro que quería creerle tanto que hasta dolía.
Pero la duda seguía ahí, metida entre mis costillas, arañando lento, recordándome que él era Miguel González… y yo no sabía si estar en sus brazos era un lugar seguro o una caída inevitable.
Miguel me abrazó más fuerte, como si pudiera leerme el pensamiento.
—No te voy a fallar, Victoria.
Y aunque sus palabras me temblaron bonito en el pecho… todavía no sabía si confiar en ellas.
Lo dijo tan bajito, tan sincero, que sentí algo quebrarse dentro de mí.
Me quedé en su pecho, respirando su olor, su calor, su presencia entera envolviéndome.
No dije nada.
Cuando por fin estuve sola en mi habitación, me dejé caer sobre la cama.
Esa noche, el sueño no vino fácil. Cada vez que lograba cerrar los ojos, la voz de Mina regresaba: venenosa, burlona, clavándose en mi mente como un recordatorio que yo nunca pedí.
Miguel y Mina habían tenido su historia.
Y yo… yo estaba aquí, creyendo ser una buena amiga.
¿Y si ella se había sentido traicionada desde el principio?
Miguel decía que nada de eso importaba.
Pero ¿y si para ella sí importó?
Al final, solo quedó una pregunta. Pequeña, pero devastadora:
—¿Y si él nunca dejó de pensar en ella?