Le vi entrar en el vestíbulo. A sus espaldas había una puerta de cristal que
daba acceso a la galería, y abajo el patio, invadido por una delicada luz blanca y
dorada.
—Menos mal que todo está tranquilo —comentó David—. El ático está
desierto; supongo que sabes que no puedes entrar en él.
—Vete —repliqué. No sentí ira, sólo el legítimo deseo de que nadie se
entrometiera en mis pensamientos y mis emociones.
David, haciendo gala de su prodigiosa desenvoltura, hizo caso omiso de mi
petición y repuso:
—Reconozco que te temo un poco, pero me puede la curiosidad.
—¡Conque ésa es tu excusa por haberme seguido hasta aquí!
—No te he seguido —contestó David—. Vivo aquí.
—Lo lamento, lo ignoraba —me disculpé—. Me alegra saberlo. Así puedes
vigilarle, no está solo. —Me refería a Lestat, por supuesto.
—Todos te temen —dijo David con calma. Se detuvo a pocos pasos de mí,
con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Sabes?, es muy interesante estudiar
los usos y costumbres de los vampiros.
—A mí no me lo parece —repliqué.
—Es natural—repuso él—. Perdóname, estaba reflexionando en voz alta.
Pensaba en la niña que dicen que murió asesinada en el ático. Es una historia
tremenda sobre una persona muy joven. Quizá tengas más suerte que los otros y
consigas ver al fantasma de la niña cuyas ropas emparedaron para que nadie las
hallara.
—¿Te importa que te observe mientras tratas de colarte en mi mente con
aplastante descaro? —pregunté—. Nos conocimos hace tiempo, antes de que
ocurriera lo que ocurrió: Lestat, el Viaje Celestial, este lugar... No te observé
detenidamente. Me eras indiferente, o quizá me lo impidió mi educación.
Me asombró la vehemencia de mi tono. Estaba muy excitado, pero no por
culpa de David Talbot.
—Pienso en los datos que circulan sobre ti —dije—. Que no naciste con el
cuerpo que muestras ahora, que eras un anciano cuando te conoció Lestat, que
este cuerpo en el que resides pertenecía a un alma inteligente capaz de saltar de un ser vivo a otro y apoderarse de él.
David esbozó una sonrisa encantadora.
—Eso dijo Lestat —contestó—. Eso escribió Lestat, y sin duda es cierto. Tú
sabes que lo es. Lo sabías desde el momento en que nos conocimos.
—Pasamos tres noches juntos —respondí—. Jamás se me ocurrió dudar de
ti. Quiero decir que nunca te miré directamente a los ojos.
—En aquel entonces pensábamos en Lestat.
—¿Y ahora no?
—No lo sé —contestó David.
—David Talbot —dije, midiéndole fríamente con los ojos—. David Talbot,
general superior de la orden de detectives clarividentes, conocida como
Talamasca, catapultado al cuerpo que habita ahora. —Yo no sabía si estaba
parafraseando o inventando lo que decía—. Encerrado o encadenado dentro de
ese cuerpo, sujeto al mismo por multitud de viejas venas y arterias, y convertido
en un vampiro a medida que una sangre ardiente e irrestañable invadía su
afortunada anatomía, sellando su alma dentro de su cuerpo y transformándolo en
un ser inmortal, un hombre de piel atezada y cabello seco, espeso, lustroso y
negro.
—Creo que has acertado —contestó él con condescendiente cortesía.
—Un apuesto caballero —continué—, de color caramelo, que se mueve con
la agilidad de un gato, exhibe una mirada tan encantadora que me hace pensar en
una serie de cosas placenteras y exhala un popurrí de aromas: canela, clavo,
pimienta y otras especies doradas, castañas o rojas, cuyas fragancias son capaces
de estimular mi cerebro y sumirme en unos deseos eróticos que exigen
satisfacción. Su piel debe de oler a anacardos y una espesa crema de almendras.
Estoy seguro de ello.
—He captado tu mensaje —comentó David, echándose a reír.
Yo estaba pasmado y turbado por la perorata que acababa de soltar.
—Pues yo no estoy seguro de saberlo —repliqué. Está muy claro —dijo él—. Deseas que te deje tranquilo.
De inmediato reparé en las absurdas contradicciones que encerraba la
cuestión.
—Estoy trastornado —murmuré—. Tengo los sentidos confundidos: gusto,
vista, olor, tacto... No estoy en mis cabales.
Pensé con frialdad y alevosía en atacarlo, apoderarme de él, derrotarlo con
mi astucia y mis facultades superiores a las suyas y probar su sangre sin su
consentimiento.
—Ni lo intentes, soy un viejo zorro —afirmó David—. ¿Cómo se te ocurre
semejante cosa?
¡Qué aplomo! El anciano que llevaba dentro se imponía sobre la envoltura
joven y fuerte, el sabio mortal que imponía su autoridad de hierro sobre todo lo
eterno y dotado de un poder sobrenatural. ¡Qué combinación de energías! Yo
deseaba beber su sangre, apoderarme de él contra su voluntad. No existe nada
más divertido en este mundo que violar a un ser igual a ti.
—No sé —dije, avergonzado. Violar es un acto poco viril—. No sé por qué
te insulto. Yo quería marcharme cuanto antes. Quería visitar el ático y largarme
de aquí. Quería evitar este enamoramiento mutuo. Me pareces un ser prodigioso,
y tú opinas lo mismo de mí. Es una situación comprometida.
Le miré de arriba abajo. La última vez que nos encontramos yo debía de
estar ciego, sin duda.
David iba vestido a la última. Con la habilidad de otros tiempos, cuando los
hombres podían exhibirse como pavos reales, había elegido unos colores
dorados, sepia y ambarinos para su atuendo. Ofrecía un aspecto pulcro y
elegante, decorado con unos toques de oro puro estratégicamente repartidos, en
la pulsera del reloj, los botones y el alfiler de corbata, esa curiosa tira coloreada
que lucen los hombres de esta época, como para permitirnos agarrarles más
fácilmente por el nudo de la misma. Un ridículo ornamento. Incluso su camisa
de bruñido algodón mostraba unos reflejos irisados que recordaban el sol y la
cálida tierra. Hasta sus zapatos eran marrones, relucientes como el dorso de un
escarabajo.
David se acercó a mí.
—Ya sabes lo que voy a pedirte —anunció—. No luches con estos
pensamientos que no alcanzas a articular, estas nuevas experiencias, estos
conocimientos que te abruman. Escribe un libro para mí basado en ese material.
Yo no pude haber adivinado que ésa sería su petición. Me sorprendió,
dulcemente, pero no dejó de desconcertarme.
—¿Que escriba un libro? ¿Yo, Armand?
Me dirigí hacia él, luego di media vuelta y subí la escalera apresuradamente,
sin detenerme en el tercer piso, hasta alcanzar el cuarto, donde se hallaba el
ático.
Reinaba un ambiente denso y sofocante. Era un lugar que el sol recalentaba a
diario. Todo emanaba un aroma seco y dulzón; la madera olía a incienso y las
tablas del suelo estaban astilladas.
—¿Dónde estás, criatura? —pregunté.
—Querrás decir niña —me corrigió David.
Había subido tras de mí, dejando pasar unos minutos en aras de los buenos
modales.
—Esa niña nunca estuvo aquí —añadió.
—¿Cómo lo sabes?
—Si fuera un fantasma, yo podría invocarla —contestó él.
—¿Tienes ese poder? —pregunté, volviéndome hacia David—. ¿O lo dices
por decir? Antes de que me respondas, te advierto que casi nunca tenemos la
facultad de ver espíritus.
—Soy un ser de nuevo cuño —repuso David—. Distinto de los otros. He
penetrado en el Mundo de las Tinieblas con otras facultades. Todo indica que
nuestra especie, los vampiros, hemos evolucionado.
—El mundo convencional es estúpido —repliqué, dirigiéndome hacia el
ático. Vi un pequeño dormitorio con los muros de yeso desconchados y pintados
con grandes y vistosas rosas victorianas y unas hojas borrosas de color verde
pálido. Entré en la habitación. La luz penetraba a través de una elevada ventana a
la que una niña no habría podido asomarse. «Qué crueldad», pensé.
—¿Quién dijo que aquí murió una niña? —pregunté.
La habitación estaba limpia y ordenada, pese al deterioro causado por el paso
del tiempo. No noté presencia alguna. Todo estaba perfecto; no había ningún
fantasma para darme ánimos ¿Por qué iba a despertarse un fantasma de su
plácido sueño para reconfortarme?
Me quedaba el recurso de recrearme en el recuerdo de la niña, su tierna
leyenda. ¿Cómo es posible que mueran asesinados niños en orfanatos atendidos
sólo por monjas? Nunca supuse que las mujeres pudieran ser tan crueles. Quizá secas, carentes de imaginación, pero no tan agresivas como nosotros, capaces de
matar.
Deambulé por la habitación. En una pared había unos taquilleros de madera,
uno de los cuales estaba abierto y contenía unos zapatitos marrones, estilo
Oxford, con cordones negros. De pronto, al volverme, vi el hueco roto y
astillado del que habían arrancado sus ropas. Las prendas de la niña yacían allí,
arrugadas y cubiertas de moho.
Se apoderó de mí una inmovilidad como si el polvo de la habitación se
compusiera de unos fragmentos de hielo caídos de las elevadas cimas de unas
montañas altaneras y monstruosamente egoístas con el fin de congelar a todo ser
vivo, para aniquilar a todo cuanto respirara, sintiera, soñara o viviera.
—«No temas el calor del sol —murmuró David citando unos versos—. Ni la
cólera feroz del invierno. No temas...»
Sonreí satisfecho. Yo conocía ese poema, me encantaba.
Hice una genuflexión, como si me hallara ante el sacramento, y toqué las
ropas de la niña.
—Era muy pequeña, no debía de tener más de cinco años, pero no murió
aquí. Nadie la mató. No tuvo un fin tan especial.
—Tus palabras desmienten tus pensamientos —declaró David.
—No, pienso en dos cosas simultáneamente. Existe cierta distinción en morir
asesinado. A mí me asesinaron. No, no fue Marius, como quizá creas, sino otros.
Me expresé con suavidad, sin dar contundencia a mis palabras, porque no
pretendía hacer un drama de ello.
—Los recuerdos me envuelven como un viejo abrigo de piel. Alzo el brazo y
compruebo que está cubierto por la manga de la memoria. Me vuelvo y
contemplo épocas pasadas. ¿Pero lo que más me aterroriza? Que este estado,
como tantos otros que he experimentado, no signifique el comienzo de nada sino
que se prolongue a lo largo de los siglos.
—¿Qué es lo que temes realmente? ¿Qué pretendías de Lestat al venir aquí?
—Vine a verlo a él, David. Vine a averiguar cómo estaba, qué hacía en este
lugar, tumbado en el suelo, inmóvil. Vine... —Pero no dije nada más.
Las relucientes uñas daban a sus manos un aire ornamental y especial, tan
grato y acariciante que deseabas que te tocaran. David tomó el vestido infantil,
desgarrado, grisáceo, adornado con unos jirones de encaje. Todo lo que está
envuelto en carne mortal emite una belleza deslumbrante si uno se concentra en
ello con la suficiente intensidad, y la belleza de David te asaltaba sin pedir
disculpas.
—Una ropa infantil, simplemente. —Algodón estampado con flores, un trozo
de terciopelo con una manga abullonada no mayor que una manzana para el
siglo de brazos desnudos de día y de noche—. No hubo violencia —afirmó
David como lamentándose de ello—, No era más que una pobre niña, ¿no crees?,
triste por naturaleza y debido a las circunstancias.
—¿Por qué emparedaron sus ropas? ¿Qué pecado cometieron estos
vestiditos? —Suspiré—. Por todos los santos, David Talbot, ¿por qué no
permites que esa niña tenga su leyenda, su fama? Me enojas. Dices que puedes
ver fantasmas. ¿Te parecen agradables? ¿Te gusta hablar con ellos? Yo podría
hablarte sobre un fantasma...
—¿Cuándo me hablarás de él? ¿No ves el bien que haría un libro? —David
se levantó y se limpió el polvo del pantalón con la mano derecha. En la izquierda
sostenía el vestido de la pequeña. Había algo en aquella configuración que me
preocupaba, un ser altísimo sosteniendo el vestido arrugado de una niña.
—Bien pensado —dije, volviendo la cabeza para no ver el vestido en la
mano de David—, no existe ningún bendito motivo para que existan niños y
niñas. Piensa en ello, en la tierna cuestión de los mamíferos. ¿Acaso existen
distinciones de sexo entre gatitos o potros? No tiene la menor importancia. Esas
criaturas a medio crecer son asexuadas. No tienen un sexo definido. No hay nada
más espléndido que contemplar a un niño o una niña. Tengo la cabeza llena de
ideas. Creo que estallaré si no hago algo... Me has propuesto que escriba un libro
para ti. ¿Crees que es posible, crees que...?
—Lo que creo es que cuando escribes un libro, debes relatar la historia tal
como la conoces.
—No veo que eso encierre una gran sabiduría.
—Entonces piensa, pues buena parte de lo que decimos no es sino un medio
de expresar nuestros sentimientos, un mero estallido. Escucha, toma nota de la
forma en que se producen esos estallidos.
—No deseo hacerlo.
—Sin embargo, lo haces, aunque no sean las palabras que desees leer.
Cuando escribes, ocurre algo distinto. Creas una historia, por fragmentada,
experimental o carente de fórmulas convencionales que sea. Inténtalo por mí.
No, se me ocurre una idea mejor.
—¿Qué?
—Acompáñame a mis aposentos. Ahora vivo aquí, como ya te he dicho. A
través de mis ventanas se ven los árboles. No vivo como nuestro amigo Louis,
vagando de un polvoriento rincón a otro para regresar luego al apartamento de la Rué Royale una vez que se ha convencido por enésima vez de que nadie
pretende lastimar a Lestat. Mis habitaciones están bien caldeadas. Utilizo velas
para obtener una iluminación antigua. Baja y escribiré tu historia. Puedes hablar
conmigo, protestar o gritar como un poseso mientras escribo. El mero hecho de
que yo escriba tu historia hará que saques provecho de ella. Empezarás a...
—¿A qué?
—A contarme lo que ocurrió, cómo moriste y cómo viviste.
—No esperes milagros, mi desconcertante y erudito amigo. No morí en
Nueva York aquella mañana. Casi morí.
David me tenía ligeramente intrigado, pero no podía hacer lo que me pedía.
No obstante, me pareció honesto, extraordinariamente honesto, y por tanto
sincero.
—No me refería a que seas literal. Lo que quiero es que me cuentes lo que
sentiste cuando trepaste hasta el sol, cuando padeciste tantos sufrimientos, según
afirmas, para descubrir en tu dolor esos recuerdos, esos vínculos que unen un
episodio con otro. ¡Cuéntamelo! ¡Te lo ruego!
—No si pretendes darle coherencia —repliqué con brusquedad. Por su
reacción deduje que no estaba enojado conmigo. Deseaba seguir conversando.
—¿Que le dé coherencia? Me limitaré a escribir lo que tú me cuentes,
Armand —repuso David con palabras sencillas, pero curiosamente vehementes.
—¿Lo prometes? —pregunté, mirándole con expresión coqueta. ¡Yo!
Rebajarme a estos extremos...
David sonrió. Estrujó el vestido de la niña y luego lo arrojó de forma que
cayera sobre el montón de viejas prendas infantiles.
—No alteraré una sílaba —dijo—. Acompáñame, sincérate conmigo y sé mi
amor —añadió, sonriendo de nuevo.
De pronto avanzó hacia mí con la agresividad con que yo había pensado en
abordarle antes. Me levantó el pelo de la frente, me acarició la cara y sepultó el
rostro entre mis bucles, riendo. Luego me besó en la mejilla.
—Tu cabello parece tejido con un material ambarino, como si el ámbar
pudiera fundirse, como si pudiéramos extraerlo de las llamas de las velas, formar
con él unos finos y airosos hilos y, tras dejarlos secar, confeccionar esta lustrosa
cabellera. Eres muy dulce, viril y al mismo tiempo lindo como una jovencita. Me gustaría verte vestido con prendas antiguas de terciopelo como te vestías para él,
Marius. Quisiera contemplarte durante unos momentos ataviado con unas medias
y un jubón ceñido en la cintura y recamado de rubíes. Pero permaneces
impávido, mi gélido amigo. Mi amor no te conmueve.
Eso no era cierto.
Sus labios estaban calientes y sentí sus incisivos sobre mi piel, sus dedos
oprimiendo con fuerza mi cuero cabelludo. Sentí un escalofrío, mi cuerpo se
tensó y luego me eché a temblar. Fue un momento de insospechada dulzura. Esa
solitaria intimidad me dolió hasta el punto de desear transformarla o librarme de
ella por completo; prefería morir o alejarme de allí, en la oscuridad, simple y
solo con mis lágrimas corrientes y vulgares.
Por la expresión de sus ojos deduje que David era capaz de amar sin dar
nada. No era un experto, tan sólo un bebedor de sangre.
—Haces que sienta hambre —murmuré—. No de ti, sino de uno que esté
condenado pero vivo. Deseo cazar una presa. ¡Basta! ¿Por qué me acaricias?
¿Por qué eres tan gentil conmigo?
—Todos te desean —respondió David.
—Lo sé. Todos desean violar a una criatura astuta y perversa. Todos desean
poseer a un muchacho alegre y risueño que sabe desenvolverse en el mundo. Los
niños son un alimento más sabroso que las mujeres, y las niñas se parecen
demasiado a las mujeres. Pero los muchachos jóvenes... No son como los
hombres, ¿verdad?
—No te burles de mí. Me refería a que sólo deseo tocarte, sentir la suavidad
de tu piel, eternamente joven.
—Oh, sí, sí, soy eternamente joven —me burlé—. Dices muchas estupideces
para ser tan hermoso. Me marcho. Tengo que alimentarme. Cuando haya
terminado, cuando me sienta caliente y saciado, regresaré y hablaremos y te
contaré todo lo que deseas saber.
Me alejé un poco de él, estremeciéndome cuando David me soltó el pelo.
Alcé la vista y contemplé la ventana blanca y vacía, demasiado alta para divisar
los árboles a través de ella.
Desde aquí no alcanzaban a ver el verdor de las plantas y los arboles. Fuera
ya ha llegado la primavera, una primavera sureña. La huelo a través de las
paredes. Deseo contemplar durante unos instantes las flores. Matar, beber sangre
y recrearme contemplando las flores.
—Eso no basta. Debemos escribir el libro —replicó David—. Quiero que lo
escribamos ahora, que me acompañes. No permaneceré aquí para siempre.
—¡No digas tonterías! Crees que soy un muñeco, ¿no es cierto? Te parezco
un muñeco de cera más que apetecible y te quedarás aquí tanto tiempo como me
quede yo.
—Eres un poco cruel, Armand. Pareces un ángel pero te expresas como un
vulgar matón.
—¡Qué arrogancia! Pero ¿no habíamos quedado en que me deseabas?
—Sólo con ciertas condiciones.
—Mientes, David Talbot —le espeté.
Me dirigí hacia la escalera. Las cigarras cantaban en la noche como suelen
hacer, a todas horas, en Nueva Orleans. A través de las ventanas de nueve
paneles de la escalera observé las floridas copas de los árboles y una parra
enroscada sobre el tejado del porche.
David me siguió. Bajamos la escalera, caminando como hombres de carne y
hueso, hasta llegar al primer piso. Atravesamos la reluciente puerta de cristal y
salimos a la espaciosa e iluminada avenida de Napoleón con su verde, húmedo y
fragante parque situado en el centro, un parque rebosante de cuidadas flores y
vetustos, retorcidos y humildes árboles cuyas ramas se inclinaban hacia el suelo.
Toda la escena se movía al ritmo del viento sutil procedente del río; la
húmeda neblina se arremolinaba sobre la ciudad, pero no caía convertida en
lluvia; las diminutas hojas se desprendían de los árboles como cenizas marchitas.
La suave primavera sureña... Hasta el cielo parecía preñado con la estación,
denso y sonrojado debido a la luz reflectante, emanando neblina a través de
todos sus poros.
Percibí el estridente perfume que exhalaban los jardines a mi derecha e
izquierda, la fragancia de las maravillas violáceas, como las llaman los mortales,
una flor rampante que prolifera como la mala hierba, pero infinitamente dulce;
los lirios silvestres irguiéndose afilados como cuchillos del lodo n***o, sus
pétalos profundos y monstruosamente grandes batiendo sobre viejos muros y
escalones de hormigón; y, por supuesto, multitud de rosas, rosas de mujeres
ancianas y jóvenes, rosas demasiado íntegras para la noche tropical, rosas
recubiertas de veneno.
Antiguamente, a través de este prado central cubierto de hierba habían
circulado tranvías. Yo sabía que las vías se extendían sobre este ancho espacio