—¿No es muy grande? —pregunto a Paulina mientras observo el vestido que acaba de llegar. Estamos en su habitación, y el imponente traje n***o luce aún más majestuoso sobre el maniquí, como si tuviera vida propia y esperara el momento de ser usado. Paulina niega con la cabeza, sonriendo con emoción. Hay un brillo en sus ojos, uno que pocas veces he visto, y me doy cuenta de que, a pesar de la serenidad que intenta proyectar, está emocionada. No solo porque el vestido es hermoso, sino porque es el símbolo de lo que está por venir. —Solo lo usaré cuando me coloquen la corona —explica con naturalidad, como si fuera lo más lógico del mundo—. Antes y después de la coronación, tendré otros. Me mira con expectación antes de preguntar: —¿Ya tienes el tuyo? Asiento con una pequeña sonrisa. —Es

