La Segunda Entrega

1134 Palabras
La mansión estaba en silencio esa mañana, pero no era un silencio vacío. Era un silencio expectante, lleno de respiraciones contenidas, de ecos ocultos detrás de las paredes. Elisa despertó con un sobresalto, sin recordar en qué momento se había dormido tras su lucha interna. La habitación estaba sumida en una penumbra azulada, iluminada solo por la tenue luz que se filtraba desde el pasillo. Algo la había llamado. No un sonido. No una voz. Algo en su sangre. Se llevó una mano al brazo, justo donde habían extraído su sangre por primera vez. La piel ya no estaba sensible, pero al tocarla sintió un hormigueo que se extendió por todo su cuerpo, como si su propio pulso se intensificara al recordarlo. Una parte de ella había deseado que eso nunca volviera a pasar. Otra parte… había quedado marcada. Se sentó al borde de la cama, respirando con cuidado. Y entonces lo sintió. La presencia. Elián. Lo supo incluso antes de que la puerta se abriera. Él la observaba desde el marco, alto, inmóvil, envuelto en una sombra que parecía adherirse a su piel. Su mirada estaba fija en ella, pero no con hambre, ni con furia, ni con ese deseo oscuro que a veces le creía ver. Era una mirada contenida, casi… dolorosa. —Es hora —dijo. La voz era un susurro, pero llenó toda la habitación. Elisa se levantó lentamente. —¿Por qué… tan pronto? —preguntó, aunque una parte de ella ya lo sabía. Elián desvió un segundo la mirada, un gesto extraño en él. —No tienes que hacerlo —murmuró—. No este día. Eso la sorprendió. —¿No fue tu decisión llamarme? —preguntó. Elián negó apenas con la cabeza. —No. Fue la sangre. Elisa sintió un escalofrío. Algo dentro de ella latió más rápido, como si una fuerza invisible reaccionara al oír esas palabras. No quiso seguir preguntando. No estaba segura de querer saber más. Caminó hacia él. Elián retrocedió un paso, ofreciéndole el pasillo. Avanzaron sin hablar. Él la guio hasta que llegaron a la sala de la primera extracción todo parecía seguir en su lugar desde la cama de terciopelo azul que se extendía en el centro, hasta la mesa donde descansaban agujas, tubos de cristal, frascos plateados… Para Elisa era estar en un santuario. Elián exhaló lentamente. —No tienes por qué temer —dijo, acercándose con pasos silenciosos. —No tengo miedo —mintió ella. Elián la observó con atención. Parecía querer creerle, pero algo en su mirada insistía en que veía más de lo que ella revelaba. —Si en algún momento deseas que detenga todo… bastará con decir mi nombre —susurró—. Una sola vez. Ese ofrecimiento, más que tranquilizarla, hizo que su pulso se acelerara. Elisa se sentó. Elián se colocó frente a ella, arrodillándose lentamente, como si ese gesto tuviera un significado que ella no alcanzaba a comprender. Él tomó su muñeca con una suavidad que parecía incompatible con la fuerza que poseía. Sus dedos fríos envolvieron su piel caliente, y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. —Tu corazón está acelerado —murmuró—. ¿Por qué? Elisa apartó la mirada. —Porque sé lo que va a pasar. Él inclinó la cabeza, como si esa respuesta no fuese suficiente. —Y aun así viniste. No era una acusación. Era una pregunta oculta. Elisa tragó saliva. —Porque… no puedo evitarlo. Porque siento algo en mí. Porque lo necesito. Porque esto me está cambiando. Elisa pensó, pero no dijo nada. Elián no necesitó escuchar las palabras. Sus ojos se volvieron más oscuros. —Elisa… Ella cerró los ojos. —Hazlo. Elián llevó la jeringa de cristal al brazo con una devoción extraña, casi ritual. No extrajo la sangre de inmediato. Primero deslizó sus dedos por el brazo, dibujando una línea suave que hizo que Elisa contuviera un gemido. Su aliento frío se mezcló con el latido ardiente de su sangre. Él la sostenía con una mano, pero su agarre no era una sujeción. Era un anclaje. Un vínculo. —Prometo ser cuidadoso —susurró, su voz vibrando contra su piel. Ella no tuvo tiempo de responder. La aguja atravesó su piel con una precisión impecable. Un punto de dolor. Rápido. Luego… nada. O no exactamente nada. La sangre comenzó a fluir llenando la jeringa. Su cuerpo se arqueó involuntariamente. Elián sirvió la sangre en la misma copa de cristal. Elisa lo vio beber como si cada gota de sangre fuese un secreto. Como si su sangre fuera música. Elisa sintió cómo su conciencia se expandía, como si una luz interior se encendiera en su pecho. No era debilidad. No era desmayo. Era… conexión. Podía sentirlo a él. No su cuerpo, no sus pensamientos, sino algo más profundo: un vacío que buscaba ser llenado, un hambre que no era solo física. Un dolor antiguo, tan inmenso que casi la derribó. Elisa temblaba. Elián también. Sus ojos brillaban con un rojo tenue, recién encendido. —No debí… —murmuró. Ella respiraba rápido, mareada pero lúcida. —¿Qué… sentiste? —preguntó. Elián cerró los ojos por un instante largo. —Demasiado. Su voz era un susurro quebrado. Elisa lo observó, sintiendo cómo el vértigo se calmaba. Sus piernas no respondían del todo, pero no le importaba. Lo que importaba era él. Y lo que acababa de pasar entre ambos. Elián se acercó lentamente, como si cada movimiento le costara esfuerzo. —Tu sangre… es demasiado para mí —admitió, cosa que jamás habría confesado en otra circunstancia—. Me fortalece. Me destruye. Me despierta cosas que no debería sentir. Elisa sintió algo hundirse en su interior. —¿Cosas como…? Elián no respondió. Pero sus ojos… ah, sus ojos. Contenían deseo. Culpa. Devoción. Y un miedo feroz. —No habrá una tercera vez —dijo con una voz que no parecía suya—. No mientras yo pueda evitarlo. Ella sabía que mentía. Porque no era cuestión de querer. Era cuestión de necesidad. Algo en ella se estremeció. Porque Elisa había sentido algo también. Había sentido cómo su sangre respondía al llamado de Elián. Cómo su cuerpo se afinaba para él. Cómo una energía desconocida se despertaba en lo más profundo de su ser cada vez que él bebía. Y eso la asustaba. Y la atraía. Elián se apartó, caminó hacia la puerta, pero antes de salir, la miró una vez más. Una mirada que decía: Lo que somos es peligroso. Pero no puedo alejarme. Y tú tampoco podrás. Cuando la puerta se cerró, Elisa apoyó la cabeza en el respaldar y dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Su sangre ardía todavía. Sus venas cantaban. Y por primera vez… sintió que algo dentro de ella había despertado de verdad.
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