El Tiempo Suspendido

1293 Palabras
Elisa caminaba por toda la habitación con pasos silenciosos, guiada por una intuición que se había vuelto casi un instinto animal desde la primera extracción. A cada metro, algo dentro de ella vibraba, reconociendo la mansión como si fuese un ser vivo que respirara bajo sus pies. Sus ojos se iluminaban al verla. Todavía no podía creer que allí estaba ella. Su hermana. Sentada en el borde del colchón, con la mirada perdida en un punto indeterminado de la pared. Como si hubiera estado esperando exactamente ese instante para existir nuevamente en el espacio. Su piel lucía pálida, casi translúcida bajo la luz tenue que entraba por la ventana. El cabello, antes revuelto por el tiempo en cama, ahora caía de forma ordenada, como si manos invisibles lo hubieran acomodado durante todo ese tiempo. —Elisa —dijo con una sonrisa amplia, aunque su voz se notaba débil. Elisa se apresuró a abrazarla, sintiendo el pequeño cuerpo cálido, frágil, vivo. Demasiado vivo. Su hermana giró apenas la cabeza. Sus ojos, aunque vivos, parecían mirar a través de ella. Como si no acabara de reconocerla, o como si no reconociera del todo la realidad que la rodeaba. —¿Cómo te sientes? —preguntó Elisa, acariciándole el cabello. —Bien. Nunca me sentí tan bien. No sé cuánto dormí, pero despierto y todo está tan… tranquilo. Elisa parpadeó. Elisa intentó sonreír, aunque le temblaban los labios. Se acercó para tomarle la mano. Estaba helada. Sintió un escalofrío que le recorrió la columna. Elián había cumplido su palabra. Había traído a su hermana. Había logrado lo que nadie más pudo lograr en meses. Esa parte de ella se lo agradece profundamente. Le había devuelto algo que Elisa temía haber perdido para siempre. Pero a medida que avanzaba el día, una inquietud crecía silenciosa dentro de ella. Una duda venenosa. Una sospecha que nacía del modo en que su hermana parecía no notar el paso del tiempo. No preguntó por el lugar. Elena no parecía notar el paso del tiempo. Sus movimientos eran ligeros, casi despreocupados. Nada en ella revelaba las crisis que había sufrido desde hace años. Era como si la enfermedad que la mantenía al borde de la muerte desde hace años hubiera retrocedido de golpe, aterrada por algo más poderoso. —¿Te han tratado bien? —insistió Elisa, intentando sonreír. —Mucho. Hay una enfermera que siempre está pendiente, y la comida… bueno, sabe raro, pero creo que es sana. Ah, y dicen que puedo caminar por el jardín cuando quiera. ¿Podemos ir ahora? Elisa dudó. El jardín era hermoso… y también un laberinto pegado a una casa cuyo corazón aún no entendía. Pero Elena la miraba con ilusión infantil, con la confianza plena de quien no había visto sombras moverse ni escuchado voces desde los rincones. —Claro —cedió finalmente. El jardín estaba extrañamente silencioso. No había pájaros, ni insectos, ni viento. Solo la música suave de una fuente. Elena caminaba con pasos ligeros, casi danzantes. —Me alegra que estemos juntas —dijo ella, tomando la mano de Elisa—. Y que ese señor Elián te haya traído conmigo. Elisa sintió un estremecimiento. —Sí… él solo quiere ayudar —mintió. Caminó a su lado como una sombra dócil. Elisa intentó iniciar conversación una y otra vez: —¿Recuerdas este tipo de flores? Mamá las tenía en el patio… —¿Quieres sentarte un rato? Puedo leer algo si quieres… —¿Tienes frío? Podría traerte una manta… Cada intento cayó en un vacío silencioso. A veces su hermana parecía reaccionar, como si un recuerdo lejano parpadeara en su interior, pero su expresión regresaba pronto a esa calma inmutable que la desconcertaba. Había momentos, instantes breves, pero reales, en los que Elisa creyó ver una chispa de reconocimiento, pero se diluía apenas nacía. Como si el tiempo no existiera para ella. Como si hubiese sido arrancada de una corriente que los demás no podían dejar de sentir. Como si el tiempo no la tocara. Como si algo lo estuviera frenando alrededor de ella. “Algo que también está dentro de mí”, pensó Elisa con un nudo en la garganta. Elena se detuvo frente a un rosal y se inclinó para olerlo. —Huele a… nada —dijo, confundida. El aire era puro, demasiado puro. Muerto. Elisa trató de convencerse de que solo necesitaba descanso, que la recuperación emocional era lenta, que el trauma dejaba cicatrices difíciles de reparar. Pero algo en la mansión, algo en la forma en que la casa la observaba, algo en la presencia invisible de Elián… le decía que no todo era tan simple. Durante la tarde, regresaron a una de las salas principales, donde una enorme ventana dejaba entrar una luz mortecina de tonos azulados. Elisa ayudó a su hermana a sentarse en un sillón junto a la chimenea apagada. La tapó con una manta suave. Su hermana aceptó el gesto sin oponerse. Elisa se sentó a su lado. La miró en silencio. Intentó, por un instante, encontrar a la niña que solía reír con ella bajo la lluvia, la adolescente que le había sostenido la mano cuando todo se derrumbó en casa, la joven que había desaparecido sin explicación, dejándola con un vacío imposible de nombrar. Pero lo que veía ahora era distinto. Era ella… pero también no lo era. Un sonido lejano atravesó la casa: el eco de una puerta pesada abriéndose en algún punto del ala norte. Elisa se tensó. Sabía que Elián debía estar cerca. Era su casa, su laberinto de sombras. Él caminaba por los pasillos con la seguridad de quien conoce cada centímetro de ese lugar. Quizá, pensó ella, debería buscarlo. Preguntarle. Pedirle una explicación. Entender qué le pasaba a su hermana, por qué parecía tan… suspendida. Pero el miedo la frenó. No miedo del hombre en sí al menos no de forma simple sino de la respuesta. De lo que él pudiera decirle. De lo que ella pudiera descubrir. ¿Había sido buena idea traerla aquí? ¿Había sido prudente aceptar la oferta de Elián, traer a su hermana a una mansión que ella aún no terminaba de comprender del todo? Elisa sintió un nudo en el estómago. Una culpa pesada se instaló en su pecho. Se levantó, incapaz de quedarse quieta. Caminó hacia la ventana. Afuera, el cielo parecía un páramo gris, un velo inmóvil. El viento no movía las copas de los árboles. Y entonces lo sintió. Una mirada. Giró la cabeza hacia su hermana, que ahora la observaba fijamente. Directo. Los ojos estaban enfocados. Vivos. Pero no humanos del todo en ese instante. Elisa contuvo la respiración. —¿Qué sucede…? —preguntó con voz quebrada. Su hermana sostuvo su mirada unos segundos más… y luego volvió a hundirse en ese estado neutro, ausente, como si nada hubiera ocurrido. Como si ese instante de agudeza nunca hubiese existido. Elisa sintió que las piernas le temblaban. Que el corazón se le aceleraba. La mansión parecía más grande de lo que recordaba. Más oscura. Más profunda. Y por primera vez desde que había llegado… se permitió dudar. Tal vez, después de todo, atraer a su hermana allí no había sido una buena idea. Tal vez la casa era demasiado antigua, demasiado viva, demasiado llena de secretos para alguien que ya estaba quebrada. O tal vez y ese pensamiento la atravesó como un susurro frío la casa no era el problema. Quizá lo era Elián. O quizá, peor aún, lo que Elián había hecho para traerla de vuelta. La culpa comenzaba a abrirse paso dentro de ella como una raíz venenosa. Quizá había cometido el peor error de su vida. Había entregado su sangre. Sí. Pero también había entregado a su hermana.
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