La Ausencia Del Primer Día

1255 Palabras
La mansión siempre había sido silenciosa, pero aquel silencio era distinto. No era la calma de los pasillos interminables ni el murmullo lejano de las paredes antiguas. Era una ausencia. Una grieta invisible que se había abierto en el aire desde el que Elián desapareció al amanecer, dejando tras de sí un susurro que Elisa no sabía interpretar. No hubo notas. No hubo explicaciones. Solo esa frase, dicha con voz rota, que aún ardía en su memoria: —Tengo que mantenerme lejos o no podré protegerte de mí. Elisa lo justificó. Es por mi seguridad. Pensó. Elisa se sentó lentamente en la cama. Su cuerpo aún estaba débil por la segunda entrega de sangre. La cabeza le daba un vuelco al menor movimiento. Pero más que la debilidad física, lo que la desgastaba era otro tipo de vacío. Uno que no debería existir. —No puedes extrañarlo —se dijo, intentando sonar firme. Pero las palabras se deshicieron en el aire. Extrañar. Ese era el problema. Que sí podía. Que sí lo hacía. No sabía qué esperar del día, pero sospechaba que no sería agradable. Intentó concentrarse en pequeñas cosas: enderezar las sábanas, ajustar el camisón, peinar su cabello. Actividades que le daban una sensación mínima de control. Cuando salió de la habitación, la mansión la recibió con su majestad habitual… pero algo estaba mal. Un detalle apenas perceptible: el aire estaba más pesado. Un frío tenue recorría los pilares como un hilo invisible. Y cada sombra parecía más alargada, más consciente. La joven tragó saliva y comenzó a caminar por el corredor central. Cada paso resonaba con un eco sutil, como si caminara en un vacío insondable. Antes, a veces, había sentido la presencia de Elián siguiendo sus movimientos desde lejos, una energía latente que se manifestaba en el borde de su percepción. Pero ahora no había nada. Nada. Y esa nada la aplastaba. Llegó al comedor. Los sirvientes la atendieron como siempre, con esa mezcla de cortesía estricta y distancia temerosa que caracterizaba a quienes vivían bajo la sombra de un vampiro antiguo. Le sirvieron frutas frescas, pan tibio, té de hierbas… pero apenas probó bocado. Tenía un nudo en el estómago. Uno que llevaba el nombre de él. Decidió buscar a su hermana para distraerse, pero la encontró dormida en la habitación médica, respirando de forma tranquila, ajena al torbellino emocional que la devoraba. Le acarició la frente con ternura, deseando con todas sus fuerzas encontrar consuelo allí. —Qué suerte tienes —susurró—. Tú no sientes esta casa… ni a él… como yo. Pero no era cierto. Su hermana no estaba en peligro, al menos no en ese momento. Y eso debería bastar para calmarla. Pero Elisa no estaba buscando calma. Estaba buscando presencia. Y esa presencia era la de Elián. El día transcurrió con lentitud agónica. Elisa se obligó a leer, pero las palabras se mezclaban en la página. Intentó practicar respiración consciente, pero su mente se escapaba una y otra vez hacia el mismo centro oscuro que se había formado en su interior. El recuerdo de Elián. La forma en que la miró antes de irse. La tensión, el dolor, la necesidad apenas controlada. La confesión que había cambiado todo. —¿Cómo espera que lo ignore después de esto? —preguntó al vacío, dejando el libro a un lado. El silencio no ayudó. Solo hizo más evidente la ausencia. Al caer la tarde, la sensación se intensificó. Era como si su piel se volviera más sensible. Como si cada superficie, cada sombra, cada columna, la empujara a buscarlo. A encontrar una respuesta. A enfrentarlo por haberse marchado. La mansión se estaba convirtiendo en una jaula… pero no porque quisiera retenerla. Si no porque ella estaba buscando al único ser que la hacía sentir algo distinto a miedo. Caminó hasta la galería de espejos, uno de los salones más antiguos. Allí, las paredes estaban cubiertas de espejos con marcos dorados desgastados, tan viejos que los reflejos parecían contener ecos de otro tiempo. Era un lugar extraño, pero también íntimo. El único sitio donde a veces sentía que Elián había estado minutos antes. Entró despacio. El aire allí era más frío. Las ventanas estaban cerradas, pero parecía haber una corriente de viento que no podía provenir de ningún lugar físico. Caminó frente al espejo más grande, uno de cristal antiguo, marcado por pequeñas grietas casi imperceptibles. Su reflejo la observó con una sinceridad que la molestó. Parecía verla demasiado, como si pudiera leer el secreto que estaba intentando negar desde que Elián había pronunciado esas palabras. —No estoy teniendo este tipo de reacciones —murmuró ella, tocando con la punta de los dedos la superficie fría del espejo—. No es… deseo. Es ansiedad. Nervios. Confusión. Eso es todo. Pero incluso decirlo en voz alta sonó absurdo. Su cuerpo sabía la verdad antes que su mente. Lo sabía desde el sueño. Desde la confesión. Desde que había sentido la presencia de Elián vigilándola desde la oscuridad durante noches sin que él lo admitiera. Sus dedos temblaron. Le temblaban por él. Decidió ir al jardín. El aire nocturno podría despejarle la mente, o al menos eso esperaba. Salió por la puerta lateral y se dejó envolver por el aroma de la tierra húmeda. Las luces tenues iluminaban los senderos de piedra. El bosque que rodeaba la mansión murmuraba con un ritmo propio, antiguo, casi ritual. Y aún allí… lo sintió. O más bien, sintió la falta de él. La noche no era igual sin su presencia. El ambiente no vibraba con la misma energía. Incluso los árboles parecían guardar silencio, como si la criatura que normalmente los dominaba no estuviera allí para comandarlos. Elisa se abrazó a sí misma. ¿Era este el comienzo de la dependencia que tanto había temido? ¿O estaba sintiendo algo que siempre había estado destinado a despertar entre ellos? —No debería querer verlo… —susurró—. No después de lo que me hizo. No después de haberme arrastrado a este mundo. No después de… todo. Pero incluso mientras decía “no debería”, su corazón latía un poco más rápido. Sus manos sudaban. Sus labios se humedecían sin razón aparente. Lo deseaba. Lo quería cerca. Y esa realidad la desarmaba. Volvió al interior de la mansión cuando la noche se hizo más densa. Caminó por los pasillos oscuros, respirando hondo, intentando convencer a su cuerpo de que estaba segura, de que la tensión no tenía sentido, de que él volvería cuando quisiera y que no tenía por qué afectarla. Pero cada paso que daba resonaba con otra frase: ¿Por qué no está aquí? ¿Por qué no viene? ¿Cómo puede alejarse tan fácilmente después de confesar algo así? Esa era la pregunta que más hería. Porque ella no podía alejarse. No después de escucharlo hablar con esa voz rota. No después de sentir el peso de sus ojos sobre su piel. No después de descubrir que su ausencia dolía de una forma que no debería doler. Cuando llegó a su habitación, las sombras parecían esperarla. La temperatura había bajado incluso más. Elisa suspiró y cerró la puerta. Caminó hacia la cama, pero se detuvo. —Regresa —susurró, sin darse cuenta. La palabra escapó de sus labios como un ruego. No debería haberlo dicho. No debería necesitarlo. Pero lo hacía. Y en su interior, algo se movió. Una llama pequeña, prohibida, recién encendida. Un deseo que no sabía cómo apagar. Un deseo cuyo nombre era Elián.
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