La ciudad parecía contener la respiración aquella noche, el cielo, encapotado, ocultaba las estrellas como si temiera mostrarlas; las farolas derramaban un resplandor mortecino sobre las calles mojadas, y cada sombra se alargaba con un aire siniestro.
Elisa se apretó contra sí misma mientras esperaba en la esquina designada, el abrigo que llevaba no alcanzaba a detener el frío, pero la incomodidad era lo último en lo que pensaba en ese momento; sus manos, temblorosas, sujetaban un sobre donde aún estaba la carta de invitación, un documento breve y misterioso: “Usted ha sido seleccionada. Su sangre es la adecuada.”
Era la tercera vez que lo leía esa noche; la primera vez le había sonado a un milagro. La segunda vez le empezó a sonar como una amenaza. Y la tercera vez ya sentía que era una sentencia.
El rumor había corrido como pólvora en foros clandestinos y conversaciones de pasillo en hospitales: existía un programa secreto, una organización que pagaba fortunas por donaciones de sangre; nadie sabía para qué la usaban, nadie regresaba a contar la experiencia; solo se escuchaban susurros de contratos y dinero imposible de rechazar.
Y Elisa no podía rechazar ninguna oportunidad de ganar dinero, su hermana agonizaba en casa, entre respiradores prestados y medicamentos que devoraban lo poco que les quedaba.
Ella, una simple y corriente chica, sin respaldo ni recursos, se había quedado sin opciones; así que esa mañana cuando salió dispuesta a donar sangre por dinero no se imaginó que pasarían tantas cosas después de eso, por esas razones en cuanto aquel sobre llegó hasta sus manos, no lo pensó demasiado.
Y simplemente lo tomó.
Un zumbido bajo y constante la sacó de sus pensamientos, la limusina apareció desde el fondo de la calle, un vehículo n***o y alargado, con vidrios polarizados que no dejaban ver nada dentro; se detuvo frente a ella con precisión quirúrgica.
La puerta trasera se abrió, y dos hombres de traje oscuro descendieron, no dijeron palabra alguna; uno de ellos le extendió una carpeta con un contrato impreso, señalando con un dedo el espacio en blanco para la firma.
—¿No voy a leerlo? —preguntó Elisa, con un hilo de voz quebradiza.
El hombre inclinó la cabeza levemente, sus ojos, fríos, no transmitían paciencia; solo expectativa.
Ella dudó un instante pero el recuerdo de los ojos moribundos de su hermana fue más fuerte, el simple hecho de imaginar que esa era su última oportunidad de salvarla la hicieron tomar la pluma y firmar sin titubear.
Sin más, los hombres la guiaron hasta la limusina, el interior olía a cuero nuevo y a un perfume metálico que le revolvía el estómago o tal vez eran los nervios y el presentimiento de que algo iba mal. El vehículo arrancó, devorando kilómetros bajo el manto de la noche, no había música, ni palabras, ni siquiera un ruido mecánico; todo era silencio, salvo el golpeteo irregular del corazón de Elisa.
Pasaron minutos, quizá horas, el trayecto se internó en caminos cada vez más oscuros y estrechos, hasta que la ciudad quedó atrás. A través del cristal, apenas se alcanzaban a distinguir los contornos de árboles altos, un bosque espeso que se tragaba cualquier luz.
Finalmente, la limusina se detuvo.
Los hombres descendieron y abrieron la puerta, frente a ella se alzaba una mansión solitaria, oculta entre el bosque como un secreto prohibido, la fachada de piedra ennegrecida estaba cubierta de enredaderas, y las ventanas iluminadas proyectaban un resplandor débil, como ojos cansados que se resisten a cerrarse.
Elisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda, todo su instinto le decía que huyera que corriera; pero las piernas la llevaron hacia adelante.
La puerta principal se abrió sola con un chirrido que resonó en la noche, dentro, un vestíbulo enorme la recibió con candelabros de hierro y un suelo de mármol n***o.
El aire era frío, impregnado de un aroma a humedad y vino rancio.
—Su habitación está lista —dijo uno de los hombres, señalando una escalera que se elevaba en espiral hacia el segundo piso.
Ella asintió y subió, cada peldaño crujía bajo su peso, las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos cuyos ojos parecían seguirla, y un tapiz oscuro absorbía la luz de las lámparas.
Al final del pasillo, encontró una puerta entreabierta, dentro, una habitación sobria: cama amplia, cortinas pesadas y un escritorio con un diario en blanco.
Cerró la puerta tras ella, intentando ignorar cómo el eco de sus propios pasos parecía acompañarla desde el pasillo, se dejó caer en la cama, extenuada; el silencio del lugar era tan profundo que casi dolía.
Intentó dormir, pero la sensación de ser observada no la dejaba en paz, se levantó, se acercó a la ventana y apartó apenas la cortina; afuera, el bosque se extendía como un océano oscuro.
Nada se movía.
Fue entonces cuando lo escuchó.
Un crujido suave, en el piso inferior, como pasos lentos descendiendo por una escalera; Elisa contuvo la respiración, quizás eran los hombres de traje, quizás no.
Se obligó a volver a la cama, repitiéndose que era solo su imaginación, pero los sonidos continuaron: un roce, un murmullo, el lamento de un mueble antiguo y luego, en el silencio total, una voz.
—Elisa…
La joven se incorporó de golpe, su corazón latía tan fuerte que le dolía, la voz había sido clara, masculina, y no provenía de su mente.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, intentando sonar firme, aunque la voz se le quebró.
El silencio respondió, espeso, absoluto.
Se levantó con cautela, caminó hasta la puerta y la entreabrió. El pasillo estaba vacío, iluminado por lámparas que titilaban como si fueran a apagarse.
Nada ni nadie.
Retrocedió lentamente y cerró otra vez, pero antes de girar la llave, lo escuchó de nuevo, pegado al otro lado de la madera.
—Elisa…
Un susurro cargado de promesa y amenaza a la vez.
Se alejó, tropezando, hasta la cama; se acurrucó contra la cabecera, abrazándose las rodillas.
No estaba sola en esa mansión.
Y algo, en las sombras, ya sabía su nombre…